El pasado 9 de junio, 32 concejales de Bogotá, de todos los partidos políticos, votamos a favor del proyecto de acuerdo 013 de 2020, que desincentiva las corridas de toros en la ciudad. Sin ser una prohibición, por cuanto esta es una facultad que está reservada al Congreso, la nueva norma adopta varias medidas para desestimular esta práctica en razón de su crueldad.
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Así lo ha ordenado la Corte Constitucional, desde 2010, en al menos tres sentencias. Advirtiendo que, pese a tratarse de una “manifestación cultural”, la corrida de toros entraña actos de crueldad contra animales sintientes, el alto tribunal ha señalado que en esta manifestación hay un déficit normativo de protección animal que debe ser subsanado. Por eso, en su sentencia C-666 de 2010 la Corte puso la condición de que en estos espectáculos se eliminen o morigeren, “a futuro”, las conductas especialmente crueles contra los animales, entre otras obligaciones que buscan su progresiva desaparición.
Sin embargo, hasta ahora estas órdenes han sido incumplidas. Quizás porque los taurinos consideran que “el futuro” no ha llegado aún –lo que no sería raro, puesto que viven anclados en el pasado– o porque para ellos las únicas órdenes constitucionales que deben acatarse son las que benefician sus intereses. Lo cierto es que morigerar el sufrimiento de los animales en las corridas de toros es un mandato judicial, y el Concejo de Bogotá, diez años más tarde, lo está materializando.
En efecto, una de las disposiciones más garantistas para los animales en el nuevo Acuerdo es la que ordena eliminar el uso de instrumentos que los laceren o lastimen de cualquier manera, así como la matanza del toro o del novillo en la plaza. Aunque algunos taurinos han dicho que «sin pica, sin banderillas y sin el tercer tercio» –o sea, sin torturar y matar al toro– las corridas pierden su gracia, la eliminación de los instrumentos punzocortantes y de la matanza no son, en sentido estricto, el fin de las corridas de toros. De hecho, en Portugal se practican las llamadas “corridas sin sangre”. Es probable que para los “matadores” sea extraño vivir sin matar, pero eso no quiere decir que su espectáculo se haya prohibido. Además, al final matarán a los pobres rumiantes. La diferencia es que no podrán hacer de su muerte y agonía un espectáculo.
La norma adopta, también, otras medidas clásicas de desincentivo: más impuestos y suspensión de cualquier tipo de apoyo con recursos públicos. Finalmente, reduce las fechas anuales de ocho a tres, e incorpora una condición que les ordena a los organizadores taurinos destinar el 30 por ciento de su publicidad a informar del sufrimiento que padecen los animales en el espectáculo. Esta carga es análoga a la que se les ha impuesto a productos como el tabaco o el alcohol. Es decir, productos cuyo consumo se busca desestimular por ser perjudiciales.
Como era de esperarse, los mercaderes de la muerte han anunciado una nueva batalla jurídica. Ellos alegan que el Concejo no es competente para adoptar estas medidas. Particularmente, la que les impediría, en adelante, torturar y matar públicamente a los animales.
Sin embargo, los taurinos olvidan o ignoran que en el derecho ambiental existe el principio de rigor subsidiario. Este principio autoriza a los entes territoriales a hacer más rigurosos los requisitos de protección ambiental que los establecidos en la ley. En otras palabras, les permite a los municipios adoptar medidas más exigentes que las de las normas nacionales, con el fin de proteger a la naturaleza en sus jurisdicciones. Por esta razón, el rigor subsidiario es un principio sustancial para materializar la autonomía de los entes territoriales en la protección del ambiente. Al respecto, en su salvamento de voto a la sentencia C-889 de 2012, la magistrada Calle y los magistrados Palacio y Pinilla señalaron, a propósito de los toros, que “el principio de rigor subsidiario se mantiene como fundamento constitucional y legal para la adopción de medidas que eviten el maltrato animal”.
Pero es probable que, además de la imposición de un límite normativo a su crueldad, a los empresarios de la tortura los enfurezca el hecho de que la norma provenga de un concejo municipal. Los amigos del poder central siempre han visto a los poderes locales como notarios o meras autoridades de policía. Por lo mismo, puede que consideren esta decisión como un acto de rebeldía o altanería de un subalterno. Al fin y al cabo, los del mundillo taurino son quienes siempre han mandado en el país, como gamonales. Para sus intereses, nada mejor que las fuerzas decisoras se mantengan, inertes, en el Congreso: ese ente paralizante donde coexisten, como en su hábitat, galleros, taurinos y ganaderos.
Y, ciertamente, puede que la decisión democrática del Concejo de Bogotá sea un pequeño acto legal de rebeldía: contra la inoperancia del Congreso, contra el trato violento a los animales, contra el conveniente desacato o llamado a cumplir las decisiones de la Corte según convenga, contra una visión anacrónica de cultura, y contra la imposición de las corridas de toros en territorios donde estas carecen de arraigo e identidad. De hecho, lo único que mantiene la asociación entre las corridas de toros y Bogotá es la existencia de una plaza que cada enero se ve más vacía.
En suma, este Concejo de Bogotá está haciendo prevalecer su autonomía territorial: ese valioso principio que salvaguarda la autodeterminación de los municipios y le pone coto a la intervención del poder central para que este se limite a los asuntos en los que el esfuerzo local no basta para cumplir los deberes constitucionales. No así para imponer prácticas violentas, amparadas en una idea de tradición y cultura.
Lo cierto es que nunca antes el Concejo de Bogotá había aprobado una norma de este talante en defensa de los derechos de los animales. Eso hace de este Acuerdo una decisión histórica frente a la cual esperamos los jueces guarden cierta deferencia por el hecho de emanar de un ejercicio autónomo, deliberativo y democrático. Como lo precisaron aquellos magistrados en el mismo salvamento de voto: “resulta democrático permitir el ejercicio del rigor subsidiario en relación con las corridas de toros”. Eso hicimos los concejales y eso defenderemos, con la Alcaldía, en la batalla por los toros.
Por: Andrea Padilla Villarraga
Activista por los derechos de los animales | PhD en Derecho | Concejal animalista de Bogotá | @andreanimalidad