Uno de los muchos oficios declarados caducos por cuenta de internet fue el de los vendedores de enciclopedias, agentes a domicilio de la cultura que antes abundaban. La enciclopedia impresa constituyó hasta finales del siglo anterior un emblema del saber. No existía patrimonio escrito de mayor universalidad que el del conocimiento condensado en ese soporte, invención de Chambers, Diderot, D’Alembert y de Petete, quien con sapiencia afirmó: “una sólida cultura es la herencia más segura”.
PUBLICIDAD
El monopolio de la sabiduría “a la mano” era de la Lexis 22, la Barsa, la Británica, la Bruguera o la Espasa, impagables para la mayoría de colombianos. Ellas nos contaban cómo era el mundo. Después, ese mismo mundo ingrato que solía consultarlas de rodillas dejó que la polilla las engullera. Llegó Encarta. Encarta honró su nombre y se devino encartadorsísima. Wikipedia se alzó. Pero antaño, durante una hegemonía de dos centurias y media, la enciclopedia convencional nutrió crucigramas, curiosidades y tareas escolares, casi siempre calcadas de estos tomos.
De todas las enciclopedias que mis manos sostuvieron hay una especial. A mis cuatro años mi mamá —que había heredado de su abuelo El tesoro de la juventud y la Enciclopedia estudiantil— se la compró con sacrificios y a plazos a un promotor de Salvat fragante a loción capilar y vestido con chaleco de lana vino tinto y motoso. Dudo que algún objeto distinto haya tenido incidencia equiparable en tiempos iniciales de mi vida al grado que lo hizo ese compendio de quince volúmenes con lomos multitonales denominado El mundo de los niños, cómplice inseparable de ensoñaciones para un hijo único que los sábados no encontraba con quién jugar.
Por haber sido editada en 1973 El mundo de los niños concordaba más en fotografías y estilo con los ya superados setenta que con los ochenta en curso. Obviado ese anacronismo, aún hoy, cuando la pesadumbre me “anega el espíritu”, retorno a esas páginas. En particular a los tomos uno y dos, de cuentos, fábulas, poesías y canciones, que devoramos completos con mi mamá, noche a noche, antes de dormirnos. También al quinto, sobre animales. Todavía me estalla la imaginación con sólo avistar esa imagen prehistórica en la que un triceratops cornea a un tiranosaurio.
Acudo asimismo al volumen sexto, consagrado a las plantas, destacable por una carrera de observación a varios folios con mensajes tipo “toma el camino del manzano. Luego el del tilo americano”. O al once, Hazlo tú mismo, si bien rebosante de hispanismos que dificultaban la ejecución de las actividades —entre estos los tales ‘colores de gouache’— una terapia excepcional contra la apatía. Incluso al quince, Guía para los padres, último de la serie, texto que me condujo prematuramente a las áreas de la educación sexual, la psicología infantil y el autodiagnóstico.
La diferencia entre un acumulador y un coleccionista radica en la curaduría detrás de cada cachivache acopiado. Ahora que articulo estas frases en pasado como tributo a los míos la ansiedad me carcome. Para calmarme contemplo de vuelta esos quince cómplices inclaudicables, guardianes de mi habitación y de mis certezas desde 1980. Entonces agradezco al destino, a Salvat, al vendedor perfumado de pantenol y a mi madre por haber traído a mi existencia la más efectiva inversión, si de alegrarle los días al niño que soy y estoy decidido a seguir siendo se trataba. Hasta el otro martes.
Por: Andrés Ospina @elgrafomano