No sé de leyes. Normal, teniendo en cuenta que soy un ciudadano común. Las leyes están hechas para ser entendidas solo por abogados y jueces, y eso, que toda ley es interpretable y voluble. Como dice un humorista, la vida es un juego que todos jugamos sin conocer las reglas, y cuando rompemos una nos toca buscar un abogado.
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Y si es difícil entender las leyes, entenderlas en Colombia es imposible porque nuestra constante es el absurdo. El cliché de la demencia es el famoso caso del hombre que por robarse un caldo de gallina en un supermercado estuvo en riesgo de enfrentar una pena de entre dos y seis años de cárcel. El tipo tenía antecedentes por porte de armas, violencia intrafamiliar y hurto, por lo que un tiempo en la cárcel no le hubiera venido mal, pero lo lógico es que hubiera pagado por los delitos graves que cometió, no por calmar el hambre. Cárcel es cárcel, dirán algunos, pero usar el camino alterno para llegar al destino buscado deja al desnudo nuestras carencias como sociedad.
En medio de los locos tiempos que vivimos, la semana pasada se tramitó en el Congreso un proyecto de ley para convertir el carriel antioqueño es símbolo nacional. Y pues muy bonito el carriel, muy de la tierra, pero destinar tiempo y recursos a volverlo un símbolo mientras la gente se muere de coronavirus y de hambre es tan absurdo, tan colombiano que ya deberíamos estar acostumbrados, pero no, por alguna razón aun nos resistimos a seguir nadando en la disfuncionalidad.
Casi tan absurdo como lo del carriel es la nueva iniciativa de decretar cadena perpetua para violadores de niños, una medida populista e inútil. Del tema se ha hablado infinitamente a favor y en contra, y tiene cara de que nunca nos vamos a poner de acuerdo al respecto. Es populista porque les sirve a los políticos para ganar votos y a los electores para tener paz mental, sentirse buenos y correctos, pero lo cierto es que no soluciona mucho. Penas más altas no disuaden a los violadores de cometer el delito, y por lo general esas medidas extremas se centran más en el castigo que en la reparación a la víctima. Además, la justicia en el país es tan torcida, el nivel de impunidad tan alto y las cárceles tan precarias, que en vez de una solución sería un problema. Antes que endurecer las penas habría que sanear nuestro sistema judicial, de lo contrario sería como poner un tapete sin haber barrido antes el piso.
Mucha gente se indignó porque vio la noticia de que a Rafael Uribe Noguera, violador y asesino de Yuliana Samboní, le habían reducido la pena. Pues se quedaron con el titular claramente, porque de 58 años de condena le quitaron dos meses, es decir, quedó en 57 años y diez meses. Ese hombre no va a salir de la cárcel nunca y lo que afronta es en la práctica una cadena perpetua, ¿qué más necesitan? Es como si lo práctico no nos sirviera y necesitáramos un rótulo no solo para poder sentirnos tranquilos, sino porque somos unos sádicos a los que nos encanta la venganza y el castigo. De ahí que muchos pidan no que se instaure la cadena perpetua, sino la pena de muerte de una vez. Es que nos fascina jugar a ser Dios, y ahí es cuando se entiende por qué obramos como obramos.
A quienes fuimos criados en el catolicismo nos enseñaron de labios para afuera que Dios era amor, pero al final es todo lo contrario. Dios es la mayor fuente de muertes en la historia de la humanidad, ninguna causa ha asesinado más personas que él, por lo que, convencidos de que esa es la norma (tenemos a Dios de nuestro lado, ¿qué puede salir mal?), matar a uno, a un par, a cuantos miles no solo no está mal sino que es necesario, es hasta bueno incluso. Dios quiere que matemos, o al menos es lo que le hemos entendido en nuestros sueños y alucinaciones. Celebramos a un Dios de odio y mientras sigamos así no vamos a encontrar la paz nunca. La paz interior, quiero decir, que es la que importa.