Opinión

Hay que quererse

(Aaron Davidson/Getty Images for Free Bella Swim)

Nunca fui consciente de la pobre oferta de postres que existe en Colombia hasta que llegó el coronavirus. Y sé que es impertinente ponerse a hablar de dulce cuando mucha gente no tiene ni para una comida de sal al día, pero es que ya hablé de ese asunto hace unas semanas. Además, si nos pusiéramos a censurar temas porque hay gente que sufre, más de la mitad de las cosas de las que hablamos tendrían que descartarse.

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En fin, que Colombia no solo carece de cosas necesarias como salud y educación, sino de pequeños lujos como comer rico. Mis postres preferidos son el helado de chocolate de Popsy y el brownie del mismo sabor de A&A, y acá debo aclarar que ninguna de las marcas me paga por mencionarlas. La semana pasada los de Popsy me mandaron cuatro litros de helado de chocolate a la casa, toda una exuberancia en estos tiempos de escasez, pero no lo hicieron para que hablara de ellos, todo lo contrario, me los enviaron porque saben que soy fan de ellos y que siempre los menciono porque me gustan. Por eso y porque llevo más de un mes sin poder encontrar su helado y eso me tiene cabreado.

El aislamiento ha cambiado la forma de consumir comida, y mientras hay gente a la que le toca seguir en la dinámica del día a día, otros pueden abastecerse por meses, entonces llegan al supermercado y arrasan. Yo estoy en el punto intermedio y hago mercado una vez a la semana, y en seis semanas no he podido encontrar ni Popsy ni A&A, lo que no solo hace que vuelva a la casa triste, porque de qué vale estar encerrado y solo si no puedo comer lo que me hace feliz, sino que me ha obligado a bajarle a los estándares de consumo. Del Popsy pasé al Mimo´s, y de ahí al Sinfonía, para encontrar luego el litro de helado del D1, de menos de diez mil pesos y una calidad más que aceptable. Sin embargo, todos son placebos, porque nada que ver con el helado que me satisface, el cual consumo compulsivamente desde que tengo 17 años como si estuviera tratando de llenar quién sabe qué vacío emocional.

Usted va a un supermercado del primer mundo y no le alcanzan las manos para agarrar todos los postres ricos, acá, en cambio, la calidad escasea, aunque no sé si sea un tema de calidad o de sabor, que no soy ingeniero de alimentos. Lo único que sé es que en Colombia el helado es caro, y el Popsy más, por lo que toca racionarlo para no quebrarse. Aun así, es preferible comerse un buen postre a la semana que uno regular todos los días, por eso sufro cuando no puedo encontrarlo. Con el A&A es diferente porque si no doy con él acudo a la vieja y confiable chocolatina Jet, que no será lo más fino, pero sé que voy a la fija.

No puedo es con el Chocoramo, y eso que yo soy una caneca de basura que se entuca lo que le sirvan. Quiero hablar de él sin ofender a sus consumidores, pero sé que será imposible, y aclarar que mi comentario no va hacia el Chocoramo ni a la empresa que lo produce, de la cual consumo otras cosas porque tengo claro que es seria y responsable, sino al gusto del colombiano por él. Y más que del colombiano, del cachaco, que es principalmente al que le gusta esa vaina. Y aunque sé que es un producto barato, tampoco estoy hablando de plata, que la industrialización ha logrado que se pueda encontrar buena comida a precios competitivos.

La gente tiene mal gusto. Come Chocoramo, le gusta la película de Queen, La casa de papel y oye Foo Fighters. Y está bien, no nos tienen que gustar las cosas buenas; a mí me gustan cosas horrendas pero no puedo parar de consumirlas, como videos de Youtube sobre teorías de conspiración y ciertas canciones de vallenato, la diferencia es que soy consciente de que son una reverenda porquería, no me las doy de refinado asumiendo que son lo mejor de lo mejor, por eso no hay nada de malo en reconocer que el Chocorramo es cualquier cosa y aun así ser fanático de él. Hay que tener mucho ego para pensar que solo nos gusta lo mejor de lo mejor, y quizá el Popsy y el A&A son en realidad intragables y yo estoy acá defendiéndolos como si fueran manjares dignos de reyes.

Al Chocoramo lo siento harinoso y seco, con esa capa que simula ser chocolate, por eso me resisto a él, pero entiendo que guste en el centro del país que acá se come muy mal, consecuencia en parte de estar alejado del mar. Usted va a cualquier ciudad y come rico en la calle, y no hablo solo de moles como Nueva York o Ciudad de México, sino de intermedias como Barranquilla, Cartagena o Cali; va por un andén y sin buscarlo se topa con carritos de comida insalubre pero deliciosa. En Bogotá en cambio todo es para llorar. Acá hay una gran oferta de restaurantes de lujo, comida de primer nivel, pero si se antoja de algo de la calle termina en urgencias. Basta con ver esas empanadas llenas de arroz con masa que parece caucho, o esos perros que vienen con salsa rosada radioactiva, salchicha larga y flaca, salsa de piña y huevos de codorniz. Hay que quererse muy poquito para comer algo así.

Comer mal influye en la pobreza de los países. En la realidad, el Chocoramo genera riqueza, mueve la economía y produce empleos, pero en el imaginario colectivo nos tiene condenados a la miseria porque nos hace creer que no merecemos algo mejor. Es como el Renault 4, una belleza de carro que nos llevó a todos lados y nunca nos dejó botados, pero ya, su tiempo pasó y hay que evolucionar, no nos podemos quedar aferrados a algo anacrónico y de calidad inferior. En un mundo con comida muy rica no vale apegarse a algo solo porque nos recuerda nuestra infancia o los valores de nuestra familia. Quienes nos queremos poco creemos que nos mereceos poco, quizá por eso prefiero no comer Chocorramo; si ya me pordebajeo de muchas maneras, no tengo por qué hacerlo también con los postres que consumo.

Habas, herpos, chupico, changua, achiras, la maldita costumbre de rellenar con bocadillo cada cosa que hornean, y encima, Chocoramo; es que habría que meter a la cárcel a los que escogieron el menú cundiboyacense. Lo único que salvo es el ajiaco, qué vaina buena. Es compacto, coherente, tiene sentido, todo encaja. Seré muy costeño, pero a mí me ponen un sancocho y un ajiaco y no lo pienso, ajiaco hasta la muerte, salvo que se atraviese un sancocho valluno. Creo no haber comido nada más rico en mi vida, aunque también es posible que esté equivocado, que mi gusto sea pésimo y que el sancocho valluno sea el Chocoramo de las sopas.

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