La cosa está tan dura que hasta los que producen comida tienen hambre. Los pequeños productores, digo, los de entrecasa, porque los grandes se están forrando. En la costa, mujeres que viven de vender cocadas y otras comidas artesanales no solo no tienen a quién venderle sino qué comer. Mientras tanto, en varios sectores de Medellín la gente cuelga trapos rojos en las ventanas de sus casas en señal de que no tiene comida, a ver si de alguna manera le llega. En Bogotá la gente se cansó y salió a la calle a protestar porque mata más el hambre que el coronavirus, dejando en evidencia que lo de Colombia es vivir al ras, alcanzado; fallas un día y te come el tigre.
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Mientras tanto, el presidente habla en vivo en televisión nacional de empleados de panadería que se ganan dos millones de pesos al mes. Dígame usted en qué Narnia-País del nunca jamás-planeta Tatooine-colegio Hogwarts ocurre eso. Y lo dice sin dudar, lleno de confianza, como si conociera al país como quien conoce la sala de su casa. Y encima sale después un comunicado del Ministerio de Salud, demostrando que el gobierno está sincronizado en eso de gobernar para todos menos para los colombianos, sugiriéndonos a los ciudadanos que hagamos cinco comidas al día para que podamos tener las defensas altas. ¿Bueno pero qué mondá es esta? O sea, si a muchos les alcanza de vaina para completar una comida al día, ¿de dónde van a sacar para comer cinco veces cada veinticuatro horas? ¿Del jopo o qué?
Sutilezas a un lado y ya habiéndome desahogado, el nivel de desconexión del gobierno da rabia, risa y tristeza, porque sugiere que aparte del desayuno, el almuerzo y la comida, reforcemos con dos meriendas basadas en frutas, verduras, granos integrales, nueces, almendras, cacahuates y frutos secos. Otra vez (y ya es la última): ¿bueno, pero qué mondá? ¿Habrá visto la gente del ministerio cuánto cuestan esas vainas? ¿No estarán enterados de que por cuenta de los veganos hípsters esa comida vale más que la cuota inicial de una casa? ¿Cómo alguien que se gana el mínimo o un poco más va a sacar para arriendo, servicios y le va a sobrar para quínoa, pistachos y semillas de chía?
Con la comida ocurre lo mismo que con la plata: no es que no haya, sino que está mal repartida, y lo cierto es que alimento hay hasta para botar por las alcantarillas, que es lo que muchas veces se hace. Vaya usted a un supermercado y verá los anaqueles repletos, como si nada estuviera pasando. Lo que ocurre es que, claro, ir a un sitio de esos es como entrar a un banco: solo te van a atender si tienes dinero. Siempre fue así de obvio, solo que hasta ahora nos estamos dando cuenta de ello.
El otro día decía el Papa Francisco que todos estábamos en la misma barca, lo cual no es para nada cierto. Esto es difícil para la mayoría y todos de alguna manera tenemos que adaptarnos, pero lo cierto es que el que tenga recursos va a salir de esta con menos dinero que antes, pero seguirá teniendo de sobra. Y no solo es el de abajo el que sufre, los que estamos en la mitad también nos hemos apretado. No hemos llegado al punto de pasar hambre, no todavía, pero el apriete es evidente. Yo pasé de tres comidas al día a dos, y sin ningún tipo de plan alimentario, más bien a la de dios. Ahora compro comida que rellene y calme el hambre, que nutra es opcional. Así, me he visto comiendo estratégicamente espagueti con Milo a las diez de la mañana, una hora muerta que cubre desayuno y almuerzo al mismo tiempo, o como diría Pautips, el brunch.
Y eso que el Milo es un lujo, quizá el único que me doy. Esta situación de encierro y soledad es tan triste que solo se soporta con helado, pero por estos días el helado es solo para ricos, que es más o menos lo mismo que le dijo mi papá a mi hermana menor el día que se quebró y ella le pidió una malteada de Presto. Yo, que pensé que esos días nunca volverían, quise hace poco comprar un litro helado y comérmelo al frente del televisor para mitigar la pena, y me dieron ganas de llorar cuando llegué al supermercado y vi que una cosa de esas vale casi tanto como un paquete nueces importadas. Pareciera que los del Ministerio de Salud no solo fueran excluyentes a la hora de recomendar qué comer, sino que fueran también los que le ponen el precio al menú.