No ganar es una constante en la vida: no les creo mucho a esos que se jactan de que el destino les tiene sonrisas a tutiplén cada vez que abren la ventana, o cuando les sirven el desayuno de pronto los dos huevos fritos y la tocineta conspiraron para que se viera una carita feliz sin que huevos o tocino se los hubieran propuesto. No les creo una sola palabra. Son más perdedores que el que ha salido derrotado en todas las batallas.
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De hecho, la visión híperoptimista de las cosas es desconsoladora por donde uno la quiera ver: es engañarse constantemente frente a la vida que por lo general disfruta de esos toboganes en los que nos mete a todos con sinuosa crueldad. Y cuando el destino nos conduce a transitar por los senderos oscuros, aquel que ha sentido muchas veces que la vida le puso el fixture en contra tiene más posibilidades de, si no salir indemne, por lo menos de amortiguar el sufrimiento, el padecimiento de un revés. En cambio el que tiene cara de emoticón se descontrola con un 1-0 en casa porque la felicidad lo ha aburguesado. La dicha nunca le dio un manual de instrucciones para saber cómo funcionar en casos de emergencia -es decir, del perder que está en todos nosotros a diario- y es ahí donde la cometa que está volando libre en el aire, se rompe y se viene abajo. El pesimista, así tenga su cometa en el punto más alto del cielo, sabe que en algún momento el viento se va a ir.
Acá entra el hincha al que se le debe respetar siempre: al de esos clubes a los que la rueda de la fortuna les ha entregado el menú de la postergación triunfal o el que vive de una leyenda lejana que jamás se pudo refrendar. Me pongo en los pies de un hincha, no sé, del Pereira, por poner el caso de un equipo tradicional pero que por desgracia jamás pudo celebrar un título en primera. O del Quindío, ganador de un campeonato en 1956 y que desde ahí se la pasó dando tumbos. La motivación de ir al estadio para un fanático de un club pequeño parte del amor más puro y más loco de todos porque ese hincha entra a la gradería pensando en que su obsesión está diseñada para darle vueltas en la cabeza, y no precisamente olímpicas, es decir, está creada para hacerle daño cada vez que pueda. Su amor es el acto de fe más grande porque está a prueba de victorias.
Como Ian Wake y Michelle Barraclough, hinchas que aparecen en la serie “Sunderland Till I die” de Netflix. Wake se está haciendo un tatuaje de su equipo y Barraclough le dice: “el tatuaje no es celebración de nada más que el hecho de que volviste a enamorarte del club”. Sunderland no se lleva un campeonato de primera división desde 1936 y Barraclough, entre lágrimas comenta que “me encantaría que ganáramos algo mientras viva. No será la Premier League, lo sé”.
Y ahí está resuelto el misterio: Wake, Barraclough y los demás fanáticos siguen yendo, no pensando en que de repente van a cambiar las cosas. No. Tienen asumido que si no están ellos, nadie irá a arrullar a su equipo en soledad.