Son las cinco de la mañana, el frío se carcome los huesos mientras el viento se lleva el periódico que finge ser una cobija; aún no recuerda cuándo fue la última vez que comió, lo que sabe es que tiene hambre y lo único que recibe de la gente son malos tratos e indiferencia. Intenta levantarse con las pocas fuerzas que le quedan y cuando lo logra, después de varios intentos fallidos, arrastra sus descalzos pies por la fría calle en dirección a la caneca más próxima. El viento gélido golpea su cara mientras recuerdos de su juventud le atormentan.
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No tiene familia que lo pueda ayudar, o al menos piensa que sus familiares no están interesados en preocuparse por su situación actual, y eso porque fueron muchos los problemas y los inconvenientes familiares que lo arrojaron de su casa a las calles hace ya tantos años; demasiados. Sus ropas son harapos sacados de una vieja caneca, están sucios y rotos por el desgaste que genera ser usados a diario, sus cabellos entrelazan la suciedad al mismo tiempo que cubren los recuerdos de un pasado al que no se puede regresar, y el que casi no se puede recordar.
La ciudad ha cambiado los últimos días. Los oficinistas y obreros que veía siempre en la calle ya poco aparecen y ahora todos andan con tapabocas y parecen tenerle aún más miedo o asco que antes, en la esquina está su fiel compañero «el pulgoso» no le va mejor, ya casi que no se levanta y camina rengueando a veces golpeando las cortinas de los locales comerciales que irónicamente están llenos de comida.
Quiso sentir esperanza, pensó en la solidaridad al compartir su pedazo de pan con el perro, miró a su alrededor y se dio cuenta que había nobleza en su compañero porque no era humano, miró atrás y se dio cuenta que lo vivido no valió la pena, hubiera sido igual morir por el virus, a paso lento, recorre la acera rebujando en la basura a ver si tiene mejor suerte y encuentra algo.
Mientras tanto viene a su mente una vieja canción de Yordano, por estas calles y no sabe si recordar las calles de su país o pensar en qué le depara la fría, taciturna y meditabunda calle bogotana con sus avatares propios de una amable pero inhóspita metrópoli. Mucho antes de que despunte el sol despunta la desesperanza que parece cubrirlo todo allí donde posa la mirada. El canino que a su lado duerme refleja en su mirada una tristeza inusitada, y aún cuando el hambre es mucha, no deja de compartir el duro pan que en una bolsa guarda.
Las lágrimas ruedan por sus mejillas quemadas por el sol, la desesperanza y el desconsuelo por la soledad le rodea y se reflejan en su triste semblante, acaricia a su único consuelo y fiel amigo el peludito, mientras que la sociedad le sigue tildando de ser “loco de la calle” pero ese loco solo quiere ser persona.
@AndresCamiloHR
NOTA. Este texto fue creado con la idea de tuiteros, que en medio del confinamiento tratan de plasmar una dura y cruda realidad de los habitantes de calle en la ciudad de Bogotá, por espacio no caben todos los comentarios, pero si puedo hacer un reconocimiento a todos los que participaron de esta iniciativa llamada “Memorias de un habitante de calle” gracias: @MiguelParraC @TomasApunta, @josemazuluagac1, @YamilePC24, @pablindelpueblo, @pedrotebas, @robertposada, @samperez_4, @CaballeroAlex92, @sebas_ni, @_El_Discolo_, @mikhurtado, @EdgarLaRottaAbo, @bascobscd, @jose_velasquez1, @sandia2416 y @gener_usuga.