Opinión

El problema es el problema

Una cosa es que vivamos en un país donde la impunidad es nuestro mayor problema. Digo la impunidad y no la corrupción porque saber que no te va a pasar nada si robas, si matas o si te pasas un semáforo en rojo y atropellas a alguien es lo que nos lleva a hacer lo que se nos da la gana. Por si acaso, hablo del médico que la semana pasada mató en un puente peatonal a tres personas que lo iban a atracar.  

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Otra cosa es la discusión de si estuvo bien o mal, si la vida es sagrada o si a la violencia hay que responder con violencia, lo cual me parece un tema menor por ahora, no porque no sea importante sino porque es una charla viciada por la coyuntura y la falta de matices: en un extremo, los que dicen que toda vida es sagrada y punto; en el otro, quienes argumentando legítima defensa no solo hubieran descargado todo el proveedor sobre los delincuentes sino que lo hubieran cargado de nuevo para rematarlos en el suelo. Y yo no coincido con ninguno de las dos posiciones porque la vida tiene situaciones al límite, ángulos difíciles, decisiones complicadas y muchas otras trampas que solemos ignorar olímpicamente en casos como este.

Al margen del desprecio natural que tenemos los humanos por la vida ajena, hay acá dos corrientes que se enfrentan: una es la de los biempensantes, abanderados de la corrección política que luchan contra todo lo que en la vida moderna se considera malo o inapropiado: usar plástico, comprar un perro en vez de adoptar, tomar gaseosa y demás problemas sociales de nuestra era. Todo lo mencionado anteriormente son nimiedades al lado de la vida de una persona, de acuerdo, pero su posición al respecto es tan radical e intransigente como en cualquier otro caso.

Del otro lado están los que tienen un pequeño paramilitar en el alma y viven con el dedo en el gatillo listo para apretarlo cuando toque. Son violentos por naturaleza y uno los ve en redes sociales y en la calle retándose con todo el mundo, buscando pelea por lo que sea y votando por el Centro Democrático en día de elecciones. Tienen dinero y propiedades que hay que defender como sea, admiran la vida castrense (pero muchos no prestarían servicio militar por nada del mundo) y sueñan en secreto con verse en la situación donde tengan que usar el arma que compraron. En el medio de unos y otros estamos los tibios, si así quieren llamarnos, o los wanna be, o los nada que ver, o los bobos hijueputas si es ese el término que les da paz mental.

Yo no voy con ningún extremo porque, por mucho que nos estemos esforzando, no nos considero una especie civilizada que esté lista para llevar una vida pacífica y ejemplar, y tampoco creo que haya que ir por la vida impartiendo justicia cual ser implacable. Y en esta oración queda de papaya decir nuevamente que el problema de la violencia en Colombia no son las Farc ni el ELN, sino el mestizo violento que vive en cada uno de nosotros. El que se emborracha hasta arrastrase, el que defiende a la patria por encima de todo y el que no permita que se metan con su mamá bajo ninguna circunstancia. Muchas veces, quien se agarra a pata o dispara un arma no lo hace porque necesite defenderse o quiera justicia, sino porque desea venganza por los atropellos sufridos durante años, o porque busca descargarse por aquellas cosas de su vida que le duelen y lo frustran.

No sé si el médico debió matar a sus asaltantes, dejarse vulnerar, salir corriendo o haber elegido cualquier otra opción, pero ese no es el tema ahora. Es lo urgente porque ocurrió recientemente, pero no es lo importante. El principal problema de Colombia no es la impunidad como dije al comienzo de este texto, sino todos los problemas con los que lidiamos en simultánea y que creo que empiezan con la falta de educación y de oportunidades. A la larga, el gran problema de Colombia es que somos una gran maraña de problemas y nadie parece saber por dónde hay que empezar a desenredarla.

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