En 2020, TransMilenio cumplirá 20 años. Y, a diferencia de lo que dice el tango, 20 años sí es mucho. El que hace dos décadas fue motivo de gran expectativa y, una vez inaugurado en diciembre de 2000, el principal de orgullo de los bogotanos, hoy es el símbolo más odiado de la ciudad. Pocos recuerdan hoy que el sistema, con sus estaciones y puentes de metal, ganaron un Premio Nacional de Arquitectura. En los andenes de la ciudad los vendedores informales vendieron réplicas de los buses articulados. A Bogotá le dieron galardones de toda índole por su maravilloso sistema de transporte masivo. No voy a negar ahora que yo fui un gran entusiasta de TransMilenio como la gran panacea, a pesar de las advertencias que expertos en transporte me hicieron durante aquella luna de miel: “TransMilenio va a colapsar”. Y así fue.
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Yo lo utilizo casi todos los días porque, a pesar de sus falencias, carencias y atrocidades, a mí me sirve. Y bastante.
Voy a ponerlo de la siguiente manera: si alguien me preguntara qué pienso de TransMilenio tendría que darle dos respuestas muy diferentes. Lo que pienso como el individuo que vive a pocas cuadras de la estación Calle 127 y lo que pienso como ciudadano.
Respondo como individuo. No tengo que marcar tarjeta en los horarios habituales de oficina, así que muy rara vez lo uso a las 7:00 de la mañana o 6:00 de la tarde; suelo trabajar en lugares cercanos a estaciones; TransMilenio me permite saber con un margen de error aceptable cuánto me demoro en un trayecto; si me agarra la hora pico y estoy a 60 o menos cuadras de mi casa, pues me devuelvo a pie, porque puedo darme ese lujo. Y siempre le agradeceré a TransMilenio la cantidad de tiempo y de dinero en taxis que me ha ahorrado desde 2001 hasta la fecha, cuando abrieron la estación de la 127.
Ahora respondo como ciudadano. El sistema es bastante precario, por usar un adjetivo muy amable. La demanda es muy superior a su capacidad y en horas pico es sencillamente dantesco. Multitudes de dimensiones bíblicas que intentan ingresar por las rampas de acceso, las puertas de entrada a los buses atiborradas de gente, personas que deben esperar una hora hasta que por fin pase un bus al que puedan ingresar. No logro entender cómo lo soportan los cientos de miles de bogotanos que deben usarlo de lunes a viernes en las horas pico de la mañana y la noche. Un bus varado en hora pico puede causar trancones de buses de centenares de metros. Es un sistema muy vulnerable, muy fácil de bloquear. Y, aunque en líneas generales a mí me funciona, les doy toda la razón a quienes despotrican del sistema. Por no hablar del asunto de las emisiones de gases y partículas contaminantes de muchos de sus buses.
En síntesis, suelo definir TransMilenio como un par de zapatos muy bonitos talla 35 en una ciudad que ya calza 43.