Veo todo tan desbaratado que a veces me pregunto si acaso llegaremos al otro año. Dolería comprobar que la vida se nos consumió entera aborreciéndonos entre conciudadanos. Y no hablo de las supuestas bajas económicas por cuenta del paro nacional ni del presunto vandalismo. Me refiero, más bien, a la ansiedad que nos enmarca. A la información secuestrada por aquellos con los suficientes fondos como para autofinanciarse una imagen limpia a fuerza de pautas en medios. A la prensa viciada de oficialismos. A nuestro potencial de odio capitalizado por los abanderados de causas guerreristas. A los periodistas enfermos de sesgos. También a la jauría de individuos mal informados o nada empáticos, tan susceptibles de rendirse ante el engaño y casi siempre tan dados a agredir.
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Padezco las desdichas de una institucionalidad en poder de aquellos que por principio sólo la emplean en razón del propio beneficio. Temo a la represión disfrazada de seguridad y al autoritarismo vestido de autoridad que se alza como una amenaza. Contemplo, entre angustiado y risueño, las advertencias haciendo su efecto boomerang sobre quienes la emplearon a manera de comodines de campaña: “Que íbamos a ser como Venezuela”. “Que nos haríamos dictadura”. Asusta ver los pésimos pronósticos cumplidos y tener que reconocer como videntes a quienes esperaban lo peor.
Visualizo un montón de falacias elevadas a verdades y una cantidad enorme de odios enquistados en el ADN nacional. Desigualdad y ninguna disposición a ceder por parte de quienes podrían contribuir a acortarla. Mentes ancladas en valores del siglo XX y aún ajenas al concepto, rentable, útil y, más aún, indispensable, de sostenibilidad. Clasismo, partidismo, egoísmo. Observo cadenas de odio dispersas en grupos de WhatsApp alineados de uno y otro bando y familias divididas.
Me duele esta tierra infectada de ‘estigmatismo’, entendido como la tendencia a estigmatizar a aquel a quien encontremos demasiado diferente de nuestro patrón, que suponemos correcto. Me entristece la indiferencia del conciudadano promedio, así como también la ignorancia, deliberada e inexcusable, de tantos allegados al poder supremo. Los mismos que niegan masacres y desaparecidos. Me hieren las mentiras. Oír cuando dicen que hay muertos imaginarios, que hay víctimas de ficción, que “¿de qué me hablas, viejo?” y algunas otras aberraciones dolorosas de enunciar. Me asusta ver a tanto agente de la seguridad pública, disfrazado a la manera de Star Wars e investido por un arsenal exagerado y peligroso, dizque para contener muchedumbres.
Luego me torno optimista. Miro el entorno revuelto y vuelvo a preguntarme si será esta una transitoriedad más o si el 21N habrá de alterar en algún modo esta historia fallida. Deliro, en ocasiones, con vernos levantados de este presente. Oigo el zumbido de baterías completas de cocina tornadas en instrumentos de protesta y alcanzo a soñar. Contabilizo a millones manifestándose inconformes. Y a otra minoría angustiada por la inmediatez de sus intereses y aupando a los otros para que “dejen trabajar”, cual si el problema con nuestra dirigencia no fuera acaso el hecho de que precisamente es eso lo que nos han venido impidiendo por al menos dos siglos. Me vuelvo y miro a cuanto me rodea sin dejar de preguntarme… ¿será que esta vez sí? Quiera el destino que este ímpetu no se diluya entre clamores navideños y que por una vez no nos cansemos. Hasta el otro martes.