En la universidad donde estudié adjudicaban las cuentas de e-mails sin derecho a modificaciones. El sistema tomaba las dos primeras letras del nombre y luego las cinco del apellido paterno divididas entre sí por un guion. Yo era an-garci@uniandes.edu.co y, aunque hice lo que pude para que lo cambiaran por ‘an-ospi’, así tuve que quedarme. Peor le fue a Laura Vergara.
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Lo anterior a propósito de un hecho reciente. La Corte Constitucional lanzó un dictamen muy esperado por quien ahora escribe… ¡al fin podremos decidir si un neonato llevará primero el apellido paterno o el materno! “Intrascendente”, dirán algunos, pero esencial para quienes por razones “largas de contar” profesamos mayor afinidad por una de las dos familias involucradas. En adelante el asunto deberá definirse de forma conciliada entre ambos progenitores y, de darse discordia, mediante sorteo.
Junto al físico y los determinismos genéticos, los apellidos son una de aquellas cosas complicadas de modificar, por más que nos fastidie llevarlos pegados a la vida sin habérnoslos buscado. Un apellido estigmatiza o exalta. Genera prejuicios negativos o positivos. Despierta cariños o animadversiones. Cambiárselo entraña dificultades. Entre éstas la de renovar todo documento personal… tarjetas de crédito, pasaportes y visados a otros países (si los hay). Y la de acostumbrar a nuestro entorno a llamarnos de manera distinta.
Sin que muchos lo noten y sin culpa alguna imputable a quienes los portan, aún hoy prevalecen apellidos ligados en su etimología a genocidios. Es el caso del Matamoros, común en Colombia —y heredado de la madre patria— o del antisemita Matajudío. Me figuro que habrá apellidos difíciles de llevar puestos, como el consabido ‘Gacha’, dado que el único Gacha archifamoso es aquel en quien de seguro ustedes y yo pensamos ahora. Tampoco creo que sea sencillo cargar con la combinación —matemáticamente muy posible— ‘Uribe Vélez’.
Si por alguna razón irrevocable la vida los pusiera en la disyuntiva de seleccionar nueva identidad y por ende apellidos diferentes… ¿qué harían ustedes? ¿Optarían por uno geométrico, como Redondo? ¿O por su antípoda, Cuadrado? ¿Escogerían uno profesional… como Zapatero, Escribano, Jabonero o Serrador? ¿Buscarían uno vegetal… como Arboleda, Pino, Manzano o Naranjo? ¿Uno animal… tipo Cabra, León o Toro? ¿Se inclinarían acaso por uno orográfico… estilo Montaña, Peña o Ríos? ¿O quizá por uno ‘objetual’… de la línea Puerta, Correa o Sierra? ¿Uno anatómico, tal vez, como Cabezas o Barriga? ¿Uno beatífico, como Santos o Ángel?
Somos tierra ‘de apellidos’. Sé de alguien cuya madre se apellidaba Daza, mientras que su padre Mier. ¡Pobre hombre! Innumerables compatriotas darían cuanto fueran por ser ‘Holguín’, ‘Pombo’ o por ostentar cualquier otro de connotaciones linajudas. Lo contrario ocurre con aquellos para quienes un Chicuazuque, un Tibasosa, un Piraquive o un Guatibonza son motivo de rubor. En lo personal, prefiero los arquitectónicos, de la honda Torres o Puentes. ¡Suenan armónicos! Incluso esos raros, tipo Andramunio, con aire a elementos de la tabla periódica.
De celebrar, en cualquier caso, que de un vez ese rotulo que acompaña nuestro nombre y nuestra ‘denominación oficial’ ante el mundo deje de ser aquella imposición machista y estigmatizada que la tradición imponía. Quizá sea este el comienzo de una era algo menos provincial en la que la primera pregunta de los suegros ante el intimidado novio a quien recién conocen cese de ser la típica: “¿y cuáles con tus apellidos?”.