Chile y Ecuador, una lección magistral para Colombia

“Chile y Ecuador nos han dado una lección maestra de cómo poner contra la pared a una clase política corrupta que le interesa un reverendo culo el ciudadano”: Joaquín Robles Zabala

No se puede estar de acuerdo con la violencia física para instaurar el orden. Las imágenes que hoy le dan la vuelta al mundo de las protestas ciudadanas en Chile nos hacen recordar aquellas otras que se vivieron durante la dictadura de Augusto Pinochet: miembros del Ejército y la Policía desatando su furia contra estudiantes, amas de casa, trabajadores y contradictores del régimen. Largas filas de detenidos conducidos a la fuerza en camiones y tanquetas a instalaciones militares. Muchos de estos desaparecieron. Muchos fueron torturados; otros, lanzados malheridos desde los helicópteros de la Fuerza Aérea al océano para que los tiburones dieron cuenta de sus cuerpos. Aún están vivas en la memoria del pueblo austral esas imágenes de un estadio de Santiago repleto de ciudadanos detenidos, entre estos el cantante Víctor Jara, asesinado y enterrado luego en una fosa sin nombre.

Si en los setentas hubiesen existido las redes sociales y los teléfonos inteligentes, las evidencias de los desafueros cometidos por las autoridades estarían registradas como hoy lo están las del gobierno de Sebastián Piñera. Los videos difundidos nos dejan ver, entre otros hechos de fuerza innecesaria, la sevicia con la que unos uniformados golpean con sus largas cachiporras de goma a un grupo de estudiantes que solo caminaba en fila india en manifestación de protesta. La misma sevicia con la que un comando de carabineros entró al metro de la capital chilena y arremetió con una violencia desproporcionada contra los usuarios de ese servicio que, al igual que los estudiantes, se lo habían tomado para exigirle al gobierno echar para atrás el decreto que permitía el aumento de 30 pesos más al pasaje en menos de dos años.

Las protestas iniciadas en Ecuador tienen, sin duda, las mismas características de las chilenas: el aumento del precio de la gasolina que redundó en el del transporte público y, por consiguiente, en los precios de los productos de la canasta básica familiar. Fue solo inicio, la chispa que propicio la llama, pero cuyo trasfondo hunde sus raíces en el descontento generalizado de la población: bajos salarios, desempleo en aumento, promesas educacionales incumplidas y un largo etcétera que pasa por las políticas pensionales que afectan el atardecer de los trabajadores chilenos. Esas protestas fueron solo la manifestación de un problema mayor que parece extenderse a lo largo y ancho de América Latina, consecuencia de unos gobiernos cuyas políticas parecen ser fijadas por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, entidades financieras que suelen trazar el funcionamiento económicas de las naciones.

En Colombia, la problemática social es superior a la de los países en mención. Empezando porque aquellos no tienen una guerrilla desafiando el orden constitucional, hecho que surgió, precisamente, del abandono legendario en que el Estado ha tenido sumida en la pobreza a grandes regiones de la geografía nacional, pero, sobre todo, a las zonas rurales y al campesinado pobre, que no ha pedido, a lo largo de más de seis décadas, otra cosa que una reforma agraria y las condiciones necesarias (préstamos bancarios acorde a su situación y carreteras en buen estado que les permitiera sacar al mercado sus productos) para que el país rural fuera competitivo ante los desafíos de un sistema global que los pone en desventajas y los hace mucho más pobres.

De ahí que en estas regiones el problema sea mayor, ya que, a la falta de salud, educación y empleo, se ha sumado la violencia (“la hojarasca”, en palabras de García Márquez) acompañada por el narcotráfico y los grupos al margen de la ley que han encontrado en estas poblaciones sin ley ni Estado el espacio propicio para sus propósitos.

Desde entonces, la respuesta de los distintos gobiernos ha sido la misma: la violencia que, sumada a la de los grupos paramilitares, ha puesto al campesinado contra la pared. Lo anterior ha dado pie a lo que el país ya conoce: la toma de poblaciones por parte de grandes ejércitos de “paras” que imponían su ley a través de masacres. Las autoridades, por supuesto, fueron permisivas ante estos hechos, razón que permitió su repetición continua, haciendo ver a las poblaciones campesinas como enemigas del Estado.

No olvidemos que durante el largo periodo presidencial de Álvaro Uribe Vélez, toda protesta social fue satanizada, tildada de infiltradas por las guerrillas, u organizadas por estas, lo que condujo a esa otra modalidad de asesinatos: el selectivo, que consistía en ubicar a los líderes sindicales, maestros de escuela, profesores universitarios y estudiantes y enviarles al sicario. Fue quizá el periodo más oscuro que ha vivido el país, pues en ese afán de mostrar resultados contra la subversión, grupos de jóvenes de las zonas rurales, desempleados o hijos de campesinos, eran reclutados por miembros del Ejército con engaño, llevados a otros departamentos y asesinados para luego hacerlos pasar por subversivos muertos en combate.

Sin embargo, cuando el país creía que ese momento de las masacres había quedado atrás, ya que las Farc, gracias a los buenos oficios del presidente Juan Manuel Santos, habían entregado las armas y se habían reintegrados a la vida civil, la llegada de un uribista recalcitrante a la Casa de Nariño nos devolvió al pasado: 120 líderes sociales asesinados en un año, y, según el portal Verdad Abierta, en el mismo periodo han perdido la vida 46 indígenas a lo largo ancho de la geografía nacional. El fondo del asunto no es solo, pues, la muerte sistemática de campesinos, indígenas y líderes sociales, sino la renuencia de los altos funcionarios del gobierno a reconocer el hilo que conecta los crímenes: todos eran activistas políticos que defendían aspectos sociales importantes de las comunidades donde vivían.

Pero el retroceso no solo ha sido en Derechos Humanos y, particularmente, en lo que respecta a la vida de los ciudadanos, sino también en el aumento del desempleo, que, según las cifras poco creíbles del DANE, un 10% de la mano laboral en Colombia permanece cesante, más de 15 mil niños mueren de hambre y enfermedades prevenibles anualmente en el país y, según el ministro de Hacienda, Alberto Carrasquilla, “el salario mínimo colombiano es ridículamente alto”. A lo anterior se le suma los proyectos del gobierno Duque de meterle maquinaria a los páramos del país para extraer unas pepitas de oro y uno que otro barril de crudo. Así mismo, busca prolongar la vida laboral de los ciudadanos y, de paso, presentar en el Congreso un proyecto de ley con el que se pretende que una vez muera el cotizante de la pensión, esta pase a manos del Estado. Aún así, el país nada que despierta. Chile y Ecuador nos han dado, en este sentido, ejemplo de cómo poner contra a la pared a una clase política corrupta que le importa un revendo culo el ciudadano.

En Twitter: @joaquinroblesza

Email: robleszabala@gmail.com

(*) Magíster en comunicación y profesor universitario.

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