No es por tildarnos de analfabetas, pero decir que en Colombia somos hábiles tildando y puntuando sería una absoluta falta de atildamiento y de puntualidad. Tristemente por aquí muchos “tildan a las tildes” de inútiles, se ‘comen’ las ‘comas’ y omiten los puntos. El punto, o los ‘dos puntos’, son como siguen:
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Si bien algunos degradan tales signos de la lengua castellana a embelecos, desconocerlos o emplearlos en forma errónea presagia malentendidos, evidencia un casi absoluto desinterés y propicia ligerezas peligrosísimas. Porque distinto es escribir “sé la clave” –especie de autoafirmación sobre conocimientos en criptografía– a escribir “se la clavé”, pronunciamiento que bien puede constituir una autoincriminación por ataque con herramienta cortopunzante, un informe de gestión de un ebanista eficaz en su tarea o cualquier otra modalidad de inserción brusca no descriptible en una columna casta como la que ustedes ahora ojean con total confianza.
Pongamos “las tildes sobre las íes” y ‘puntualicemos’ mediante ejemplos: hace poco un amigo me comentó por chat que andaba “estudiando ingles”, noticia a la que no pude más que indagarle con asombro: “¿Acaso te volviste urólogo?”. Ni qué decir de los acentos diacríticos, aquellos destinados a modificar el significado de una determinada palabra según el contexto, hoy en trance de desaparición por decisiones de la dictatorial Real Academia Española. Diferente es exclamar “copulé sólo una noche” a “copulé solo una noche” –el primero, una muestra de moderación, de sequía o de limitada cachondez; el segundo, una confesión onanista–. Una cosa es regirse por “el qué dirán” –vivir de la opinión ajena– y otra someter las decisiones personales al “que dirán”, como ocurre con los ‘devotos votantes’ de cierta secta política que deja al arbitrio del gran mesías escogencias correspondientes al fuero individual.
No se trata de incurrir en elitismos ‘ortogramaticales’ ni de vivir a la caza del error ajeno por el gusto mezquino de sentirse más ilustrado que el prójimo. Tampoco de descalificar a aquellos colombianos, formados en un país donde la ortografía y el apego al discurso, al conocimiento y a la cultura son renglones irrelevantes dentro del presupuesto nacional y nada democráticos. Con los requerimientos básicos de supervivencia sin resolver, dudoso que un ciudadano común ande preocupándose por lo que parecieran viles florituras tipográficas.
Pero, eso sí, una cosa es asegurar “yo sí voto” y otra hacer manifiesto un “yo, si voto…”, condicional. No es igual un motivante: “¿Tienes problemas con las drogas? ¡Puedes solucionarlos!” a un farmacodependiente “¿Tienes problemas? ¡Con las drogas puedes solucionarlos!”. Tampoco resulta éticamente correcto confundir el consabido “vamos a comer, niños” con el caníbal, si no pederasta, “vamos a comer niños”.
Así, querámoslo o no, un mínimo desacato al mencionado rigor hace potencialmente incomprensible el mensaje. De ahí la relevancia de reivindicar el lugar de dichos signos como recursos que facilitan y optimizan las prácticas de comunicación escrita. Termino citando a cierta matriarca muy vigente en el panorama político local, una de cuyas declaraciones convertida en ‘meme’ es paradigma de la ignorancia generalizada en cuanto a la llamada ‘coma vocativa’… esa que no diferencia entre escribir “estudien, vagos”, una invocación para que los holgazanes se cultiven, y “estudien vagos”, una invitación a convertir, ya se dijo, a los vagabundos en sujeto de estudio. Hasta el otro martes. Punto final. ¡Y estudiemos, vagos!