En 1851, la señora Harriet Beecher Stowe empezó a publicar en el periódico National Era, editado en Washington DC., una novela por entregas que tituló La cabaña del Tío Tom. Esta contaba la historia de un negro esclavizado y su travesía como propiedad de varios hacendados a lo largo de su vida. Según lo expuesto por el premio nobel de Paz Martin Luther King Jr. en su defensa de los derechos civiles de los negros estadounidense, y replicado por el filósofo Richard Rorty, esta novela hizo más por la abolición de la esclavitud en su país que cualquier político en ejercicio.
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En 1875 salió al mercado editorial Las aventuras de Tom Sawyer y, diez años después, su secuela Las aventuras de Huckleberry Finn (1885), dos textos sobre el mundo juvenil a orillas del largo río Misisipi. Los relatos hundían sus raíces en un problema que estaba a la vista de todos, pero que parecía ignorarse: la lucha social entre negros y blancos y la estrecha relación entre la barbarie y la civilización. Si es cierto que estas narraciones, de las que aseguró Ernest Hemingway eran las fundadoras de la literatura estadounidense, el núcleo que le da vida a la aventura es la huida de dos chicos de sus hogares en compañía de un negro esclavizado de nombre Jim que sueña con su libertad.
Los relatos son, sin duda, hermosísimos y conmovedores, llenos de humor e ironía, y cuyo trasfondo social sigue siendo hoy motivo de polémicas a pesar de las cientos y cientos de ediciones y traducciones a múltiples idiomas que han catapultado a su autor a ese territorio de la consagración universal como uno de los novelistas más leídos en la extensa historia de la literatura. Ese trasfondo sobre si los relatos son o no una apología a la esclavitud lo planteó el mismo Twain hace más 133 años en una carta remitida a un amigo: «La diferencia entre la palabra casi correcta y la palabra correcta es realmente un asunto importante, como lo es la diferencia entre una luciérnaga y un rayo».
Tanta ha sido el debate sobre el entramado lexical y semántico de estas dos grandes novelas que en febrero de 2018 el distrito escolar de Duluth, Minnesota (EE.UU), interpuso una demanda para retirarlas del pensum por considerarlas de “alto contenido racial”, ya que, según un fallo judicial, los textos podrían perturbar la psiquis de los estudiantes y hacer que “se sintieran humillados o marginados”. A esta polémica se sumó otra gran novela: Matar a un ruiseñor, de la novelista Harper Lee, que sufrió la misma suerte de los relatos de Twain.
La historia del negro en la literatura no ha estado exenta de polémicas y de posiciones extremas. Lo anterior podría rastrearse desde los libros ya citadas, pasando por textos exquisitos como Beloved de Toni Morrison, o cintas cinematográficas como El demonio vestido de azul, escrita por Walter Mosley, hasta llegar a relatos verdaderamente conmovedores como Raíces, de Alex Haley, o piezas líricas como Sónsoro cosongo, de Nicolás Guillén, y desembocar en los versos pardos de Tambores en la noche, del vate cartagenero Jorge Artel.
En este abanico de relatos que insertan como tema la presencia del negro en espacios laborales y sociales, cabe destacar los de los colombianos Manuel Zapata Olivella (Chambacú, corral de negros, Changó, el gran putas), Arnoldo Palacios (Las estrellas son negras) y los versos de Candelario Obeso. Así mismo, están presentes un conjunto de textos que, aunque no fueron escritos por negros, sí nos muestran aspectos de ese transitar de sus vidas en comunidad: María, de Isaac, Los cortejos del diablo y La tejedora de coronas, de Germán Espinosa, y un relato –quizá de los menos estudiados de Gabriel García Márquez–: Nabo, el negro que hizo esperar a los ángeles.
En este texto poco conocido del Nobel colombiano, y que hace parte de su libro Ojos de perro azul, los hechos empiezan, precisamente, en un lugar que, durante la Colonia, era considerado uno de los espacios con los cuales se identificaba a los negros: el establo.
Nabo estaba de bruces sobre la hierba muerta. Sentía el olor a establo orinado estregándose en el cuerpo. Sentía en la piel gris y brillante el rescoldo tibio de los últimos caballos, pero no sentía la piel. Nabo no sentía nada. Era como si se hubiera quedado dormido con el último golpe de la herradura en la frente y ahora no tuviera más que ese solo sentido. Un doble sentido que le indicaba a la vez el olor a establo húmedo y el innumerable cositeo de los insectos invisibles en la hierba.
La presencia del negro en la obra del Nobel no es tan visible como sí lo es en algunas de las novelas referenciadas arriba. No hay que olvidar, sin embargo, que el segundo espacio más importante en la narrativa garciamarqueana es Cartagena de Indias, el puerto negrero que durante la Colonia se constituyó en el lugar de embarque y desembarque de todo tipo de productos del Nuevo Reino de Granada. Es aquí, en el Corralito de Piedra, donde se da inicios la historia del negro en Colombia, y que 200 años después de la Independencia de España, sigue siendo una de las ciudades donde se presentan los mayores casos de racismo en el país.
Por Joaquín Robles Zabala
(*) Magíster en comunicación y profesor universitario.