Opinión

Arrebato

“En mi espalda de fanático la resistencia era una de mis virtudes: no me fui del campo el día que el Tren Valencia nos pintó la cara en aquel famoso 7-3 contra Santa Fe y tampoco dejé el barco la tarde dominical en la que el Cúcuta, con Juan Carlos Díaz a la cabeza, le ganó a Millonarios 2-3 en El Campín rompiendo así una racha de 25 o 30 años”: Nicolás Samper

Hay recuerdos primarios –o así los llamo yo-. Son esas cosas que a uno le pasan en la vida que marcaron un cambio, una novedad o una tragedia. Por ejemplo, la primera vez que vimos un cadáver; el mío fue el de mi tío abuelo Raúl, en 1984. Estaba medio amarillo, no llevaba vestido sino que lo amortajaron y el vidrio del ataúd estaba empañado, aunque no porque él estuviera vivo: mis tías lo velaron en su casa de La Castellana durante unos dos o tres días. Supongo que las técnicas de ese tiempo para embalsamar no eran tan buenas, de ahí el vaho y cierto olor penetrante a inicio de putrefacción y formol que recorría el ambiente de aquella sala.

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Así podríamos seguir: la primera vez en el sexo, la vez que hicimos nuestro primer negocio para comprar un carro o venderlo o cuando se nos fue el primer gran mechón de pelo. Y acá empieza el fútbol a jugar su propio papel, porque casi siempre a cualquiera que le guste, evoca con algunas nebulosas, pero sin grandes fallas la primera vez que visitaron un estadio. De acuerdo a cómo el hecho vivido nos haya afectado o influido, lo evocamos con mayor o menor intensidad.

Acá ya empiezan a jugar los recuerdos secundarios que son los que en ocasiones no tenemos tan finos en la mente y que nos pueden traicionar. Es decir, podemos contar una verdad que no es tal y de golpe un testigo o nuestra propia memoria esclarecedora nos indica la verdad verdadera. Y pensé en esos momentos de hincha que todos nos ha tocado soportar: nuestro club está decidido a jugar el peor partido que pueda hacer y nosotros, sin saberlo ni esperarlo, tenemos que ser testigos de la humillación en vivo y en directo. Aparece entonces la alternativa de no soportar más el suplicio: ¿me voy del estadio antes de que se terminen los 90 minutos o me quedo presente para seguir sufriendo y lamentarme, cuando el árbitro decrete el final, por haberme quedado allí?

Una vez lo hice. No se hoy el porqué de mi ira aquella noche de 2005 porque en mi espalda de fanático la resistencia era una de mis virtudes: no me fui del campo el día que el Tren Valencia nos pintó la cara en aquel famoso 7-3 contra Santa Fe y tampoco dejé el barco la tarde dominical en la que el Cúcuta, con Juan Carlos Díaz a la cabeza, le ganó a Millonarios 2-3 en El Campín rompiendo así una racha de 25 o 30 años sin derrotas en casa contra ese rival, entre tantas otras.

No sé qué pasó esa tarde-noche de sábado de abril del 2005 ante el Once Caldas. Tal vez haber aguantado tantas decepciones juntas durante años, haber inhibido peores escenarios vistos por mis ojos y haberlos soportado en silencio desataron la decisión de irme de las graderías cuando iban 15 minutos del segundo tiempo. Esa noche Millonarios perdía 3-0 en Bogotá y mientras Tressor Moreno hacía y deshacía en el campo, Nicolás García y Didier Muñoz se esmeraban en superar sus errores previos con otros que fueran aún más groseros.

El cuarto gol era inminente, por eso me mamé y me fui. Esa ha sido la única vez que me fui de un partido de fútbol sin que se hubiera acabado. ¿Recuerda usted el suyo? ¿Recuerda el día que el arrebato lo hizo poseso de la indignación y se levantó de la mesa sin que hubieran terminado de servir los platos?

Escríbame a @udsnoexisten y hacemos el compilado para la semana que viene.

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