Opinión

Paseando por París

No debe existir un cliché más romántico que ese. Estar en medio de la inmensidad de la capital francesa montado en una bicicleta recorriendo y oliendo sus esquinas esperando que una bella mujer esté en la esquina, de boina a media asta, y que ella pique el ojo y se suba a la cicla de dos plazas con uno. Y mientras los pedalazos de amor van castigando las vías suena en los oídos “Je T´aime” en las voces de Jane Birkin y Serge Gainsbourg. Esa es la postal típica que nos ofrece esa clase de imaginarios. Claro, faltaba más: hay que agregar a ese cuadro un baguette metido en la canasta de la bicicleta, recién horneado y listo para consumir. Y todos sabemos que eso no pasa. Muy perfecto el idilio; las grietas en la historia -que al final nuestra vida es eso, un cúmulo de paredes que se cuartean poco a poco mientras tratamos de sostenerlas con las fuerzas de nuestras manos- allí no aparecen: es la idea de la historia de amor ideal que no existe. Al menos hasta hoy.

París es también pensar en Owen Wilson buscando el sentido que necesita tener en su vida mientras recorre las calles parisinas en búsqueda de su hotel. El tipo quiere vivir allí, “ser parte de algo” y que su capacidad creativa se esparza, sea aprovechada al máximo y que ese talento salga de la nuez a partir de lo inspiradora que puede ser la ciudad, con su historia y sus leyendas. Mientras patea piedras y se aguanta a su prometida, se monta a un automóvil con el fin de encontrar el destino de regreso y lo consigue, de forma inexplicable: de repente ese viaje lo lleva a codearse con Scott Fitzgerald y con Ernest Hemingway, los escritores que él admiró y que quiso emular. Y aquel viaje lo lleva sentarse a la mesa al lado de Buñuel, Dalí y Picasso. Era lo que él soñaba, lo que él siempre se planteó como meta en su vida. Y ese sueño recurrente se materializa cada vez que decide parar aquel Citroën en un callejón oscuro que lo lleva a paisajes que nunca pensó pisar. Además encuentra el amor y el verdadero sentido de estar vivo. Todos sabemos que eso no pasa. La posibilidad de llevarte a codear con tus ídolos y que ellos te traten también, como uno más de la manada, resulta casi que una verdadera utopía. Bella, pero al final no deja de ser una utopía. Al menos hasta hoy.

Porque Egan Bernal se encargó de hacer posible tanta fantasía. París lo consagró en medio de las ovaciones. Allí, galopando con su sonrisa y esa cara del joven sorprendido hasta con él mismo –

es mirar hacia abajo en la tabla y darse cuenta de que estaba por encima de Alaphillipe, de Kruijswick, de Valverde, de Nibali, de Pinot, de Nairo…- se sintió el dueño de la ciudad luz y de hecho lo es.

El Tour de Francia, la competencia ciclística más dura, más esquiva, está en su poder. Geraint Thomas, al finalizar la etapa 20, fue el primero en felicitarlo en el remate de esa inolvidable válida de sábado que lo llevó a lo más alto. Justo Thomas, aquel hombre que este año estaba defendiendo su corona obtenida con buena ley en el 2018.

Egan hizo posible que las dos imágenes idílicas de París, la de hablar de tú a tú con los grandes -como Owen Wilson en Midnight in Paris- y la del “Je T´aime” de Birkin y Gainsbourg, fueran posibles con aquel beso interminable y ese abrazo de amor que se dio con Xiomara, su novia. Juntar ambas escenas en la vida real solamente lo puede conseguir un fuera de serie.

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