Todos los hechos tienen, al menos, dos puntos de vista, dos miradas o dos interpretaciones. La historia está enmarcada, por lo general, en esta dicotomía: una versión central u oficial y otra periférica. En la novela, uno de los géneros literarios más comercializados de los últimos siglos, los hechos siguen, desde distintas perspectivas, el siguiente lineamiento: el bien (encarnado en el héroe) tiene que enfrentarse al mal (representado en el personaje que se mueve por fuera de las normas). Así mismo, la belleza se contrapone a la fealdad, el gordo al flaco, el sabio al ignorante, el elegante al harapiento y el rico al pobre. En este sentido, son versiones de la historia porque, como reza un adagio popular, la belleza está en el ojo que mira y la pobreza no siempre es material. Pero la pobreza (definida como la carencia de los elementos que permiten la supervivencia) tiene en las religiones un mérito: la humildad como una característica que permitirá alcanzar el paraíso.
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Nada nuevo, por supuesto. Nada más allá que la repetición de algo que conocimos pero que hemos olvidado. Y lo que se olvida, reza otro adagio, es porque, sencillamente, no lo aprendimos. El cuento de que en el sufrimiento está la gloria –las puertas de un paraíso al que iremos después de esta vida– se ha constituido en el relato que ha permitido a los creyentes interiorizar la frase “Dios sabe cómo haces sus cosas”. “Nada de eso”, solía decir el padre Salgado, un hombre de una fe revolucionaria, pues “lo que no hagas tú, no esperes que alguien lo haga por ti”.
Desde la ortodoxia, el tipo podría parecer un subversivo; desde la mirada de los feligreses, era un hombre bueno que aseguraba que la gran mayoría de los problemas del mundo podía solucionarse con un fajo de billetes. Y lo decía porque un porcentaje alto de los problemas que le contaban los fieles era solucionable con dinero: una operación a corazón abierto, el ingreso de un hijo a la universidad, la contratación de un abogado para solucionar la disputa de una herencia o la no correspondencia alimentaria de un padre para con su hijo.
No hay dudas de que las interpretaciones de los hechos dependen, en gran medida, del lugar que ocupe el observador, pero, sobre todo, de los elementos axiológicos que gravitan su entorno y formación. Esta última ejerce quizá su mayor peso, ya que es la base sobre la cual descansan las lecturas. Cuando le pregunté en una oportunidad a uno de mis estudiantes por qué creí en Dios si no había una sola evidencia científica que lo comprobara, su respuesta no fue la de un estudiante de derecho sino la de un muchacho que, desde muy niño, ha sido llevado por sus padres a la iglesia: porque lo dice la Biblia. Entendí que, más allá de su respuesta, había otras posibles: porque así lo creen mis padres, porque así lo dice el cura, porque así lo creen mis antiguos profesores y porque así lo he escuchado “siempre” de mis vecinos.
Es este “siempre” el que diferencia lo blanco de lo negro, lo bello de lo no tanto y al creyente del ateo. “Es más confiable una persona que cree en Dios que una que lo niega”, le escuché decir a otro cura en la homilía. Y ahí estaba la respuesta al interrogante del millón de años: la que contrapone la luz a la oscuridad y define el bien del mal. Es más confiable el creyente en Dios –incapaz de prestarle una aguja a su vecina– que el ateo que le regale una moneda al mendigo, y mucho confiable la secta religiosa que le roba el dinero a sus feligreses con la afirmación de que “cuanto más grande la ofrenda, mayores serán las bendiciones del Señor”, que el político honesto que nunca se ha robado un peso, pero que niega la existencia de un ser supremo.
Todavía no tengo noticias de un presidente de los Estados Unidos declarado abiertamente ateo, ni a ningún inquilino de la Casa de Nariño que no le agradezca a Dios por haberlo llevado a dirigir la nación del Sagrado Corazón, una de las más católicas de América Latina después de México y Perú. Y no estoy diciendo que no haya que tener una posición sobre los hechos que nos afectan o poner en duda la inmortalidad del cangrejo. Cada quien tiene derecho a creer lo que sus intereses personales le dicten, pero lo que sí está comprobado es que en el listado de las naciones más religiosas del planeta se encuentran también las más atrasadas. Y ahí está incluida Colombia.
Por: Joaquín Robles Zabala / Magíster en comunicación y docente universitario.
Email: robleszabala@gmail.com