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Días malos

Es como una conspiración del destino en la que uno es su víctima preferida durante 24 horas. De pronto más tiempo, de pronto menos; es estar metido en un pequeño huracán que a veces arrecia y arranca todo de cuajo, mientras que a pesar del esfuerzo propio para darle un giro al destino, la única certeza es que cada acto humano que protagonicemos será una especie de pequeño pasabocas antes de ver cómo se sirve en nuestra propia mesa el plato del desastre.

Son días en los que uno no sabe bien en qué momento hace su aparición la mala racha –la corta, la de un día, porque hay malas rachas que son terribles, capaces de acabarnos en vida. Me refiero a las corticas, pero que también son un verdadero incordio–. Es decir, hay que hacer un exhaustivo trabajo de repaso sobre los hechos vividos en corto plazo para saber en qué momento fue que la puerta se abrió sin que nos diéramos cuenta y entrara ese huésped indeseado a visitarnos un rato.

Porque uno apenas acata el fastidioso designio solamente cuando, como el boxeador que enfrenta a Mike Tyson en Punch-Out, empieza a sentir que la cosa viene muy mal porque la cara está llena de golpes, pero cuesta mucho identificar cuál fue el primero de los que se recibió. Y entonces es cuando empezamos a ver que antes de que nos embutieran el billete falso de 50.000 pesos habíamos corrido hacia la estación de TransMilenio y el bus nos había dejado. Y antes de que eso pasara pensamos que estuvimos al frente de la TV viendo un bodrio de partido y justo cuando decidimos cambiar dos segundos de canal, hubo gol y nos lo perdimos –porque, y lo siento, un gol en repetición en esas circunstancias es como tener sexo con una muñeca inflable–. Pero resulta que una hora antes nos peleamos con alguien con quien jamás nos agarramos por algo que uno mismo, sin querer, propició. Y antes fue salpicarse con la crema dental en la ropa cuando ya estábamos listos para salir y hubo que cambiarse de urgencia.

Y es aquí donde identificamos el primer suceso que desencadenó todo, pero al que le restamos importancia. Justo en ese momento aparece el miedo con todas sus fuerzas porque por lo menos antes de sentarnos a repasar, éramos inconscientes de que tantos hechos aislados eran en realidad ataques sistemáticos de la vida contra nosotros. Y ya sabiéndolo queremos proteger el paso porque estamos mamados de soportar tanta humillación y porque no queremos más daños directos ni indirectos. Entonces esperamos que sí, que el destino nos envíe por fin un guiño que nos reconforte y que sea la señal que indica el final de un día miserable.

El sábado fue un día de mierda, uno de esos en los que cualquier decisión tomada genera derrota. Ya mamado pedí al destino la bendita señal que me sacara del atolladero y por fortuna llegó desde el lado menos esperado: fue el gol de Silva contra Equidad.

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