Últimamente lo he convertido en ejercicio de datación generacional. Me explico… Para calcular la edad de un colombiano promedio le pregunto si recuerda, aun cuando sea con vaguedad, la película El niño y el papa. Saberlo o no te sitúa de inmediato dentro del segmento de mayores o menores de treinta y cinco. Yo, desde hace años en el segundo grupo, tengo memorias vívidas de aquel largometraje. Aún creo que verlo constituye un imperativo patriótico ineludible que todo connacional debería repetir hasta la saciedad. Por fortuna la emiten con regularidad en Señal Colombia.
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El niño y el papa, filmograma colombomexicano lanzado en 1987, dirigido por Rodrigo Castaño, protagonizado por Christopher Lago, Verónica Castro, Andrés García, Carmenza Duque, José Luis Paniagua (quien cumple dos roles), Víctor Hugo Morant y algunos otros nombres célebres de la cinematografía azteca y muisca, cuenta la historia de un menor cuya madre sufre una contusión cerebral en medio del terremoto de 1985 en el D.F. Desesperado sin poder encontrarla, el preadolescente en cuestión huye de polizón hasta Bogotá por vía aérea en busca de the real Juan Pablo II, quien anda visitando esta ciudad, lugar en el que, tras muchas peripecias, termina alzado por los brazos de su santidad durante una de sus apariciones públicas. Su amnésica madre lo ve, recupera sus recuerdos perdidos y logra reencontrarse con él.
Si no la han visto, perdonen el spoiler. Pero por estos días me siento como en los tiempos de El niño y el papa, cuando la promesa de una parada papal en el país dio hasta para película. Incluso leí una noticia de Actualidad Panamericana en la que se hablaba de la escogencia de la clásica imagen de buseta con Calvin miccionando como el ícono popular colombiano que el Papamóvil ostentaría, convencido de que era perfectamente cierta. No me extrañaría
No soy ni nunca he sido o sería católico. Pero celebro que el papa Francisco venga. Al margen de una cosa que alguna vez dijo sobre los animales domésticos y que no comparto, lo considero un hombre bienintencionado y simpático. Por demás, su visita nos pone en el circuito de lugares en la agenda de personalidades mundiales a la altura de Mick Jagger, Bill Clinton o Paul McCartney. Y, sobre todo, Bergoglio y la Iglesia católica romana misma, con todo y sus errores, han dado esperanza a cientos de millones en el mundo. Además, su presencia como jerarca de este credo no deja de representar una intención renovadora de parte de Roma.
Las repercusiones en la economía nacional ya se evidencian. El mercado de la fe está reactivándose. Hay concursos para cantarle canciones. Comienzan a vender las estampas del papa, las falsas entradas para ir a verlo y los recordatorios. El asunto es noticia. Seguramente lanzarán libros. Habrá que prepararse para las emisiones extra de ciertos canales. Para el farandulerismo circundante. Para la lagartería presidencial. Sorprende, de hecho, que a nadie se le haya ocurrido hacer una segunda parte de la mencionada El niño y el papa, con sus actores treinta años mayores y situada en el contexto presente. Quizá aún quede alguien dispuesto a financiar esta iniciativa experimental de contrastes espaciotemporales tan curiosos. Si a alguno llega a interesarle, cuéntemelo. Por cierto: vean la película y entenderán lo poco que hemos cambiado. Hasta el otro martes.