Opinión

Andenes

Pocos días atrás anduvimos hablando vía Skype de intrascendencias y trascendentalismos con mi buena amiga Rosario Caicedo, estupenda contertulia de mente aguda y guardiana consagrada de la memoria de su hermano Andrés, uno de mis ídolos literarios. La charla versó, entre muchas otras temáticas, acerca de la carencia de andenes dignos en nuestras capitales y provincias como uno de los más evidentes y quizá solucionables problemas de la Colombia presente.

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De tanto cohabitar con lo inhumano, ello termina por parecernos tolerable e incluso normal. Quizá debido a eso son pocos los que se quejan. Con mayor razón cuando por estas infamias tan propias de la desigualdad, muchos nunca han tenido ni tendrán oportunidad de comparar aquel entorno en el que viven con otros algo menos hostiles y más respetuosos con quienes los ocupan. Ello justifica, para acudir a un ejemplo vigente, que aún proliferen ciertos políticos capaces de mentirnos de frente al sostenerse en el absurdo de que un servicio convencional de autobuses iguala o supera en eficiencia y rentabilidad al que eventualmente ofrecería un buen tren metropolitano. También explica la indecorosa orgía de cables que de poste en poste va afeándoles el rostro a los vecindarios que habitamos, para dejar en cada uno cierta impronta de desapacibilidad y tercermundismo. Aún confío en que ambas cosas cambien.

Por lo mismo no sorprende que a semejantes alturas nuestras ciudades sigan negándoles a sus ocupantes el acceso a ciertos preceptos básicos del urbanismo más elemental, consolidados en otros lugares del planeta desde por lo menos el siglo XIX. De poco valen estas falsas pretensiones de cosmopolitismo o los muchos líderes que han ascendido a sus tronos disfrazados con los ropajes del progreso. La culpa es compartida y viene de mucho atrás. Una ciudad con malos andenes es ‘incaminable’ y agresiva, atenta contra la integridad física y espiritual de sus gentes y dificulta las vidas de quienes residen en esta.

Triste resulta que nuestros andenes sean tan improvisados, con dimensiones desiguales y sin los aditamentos indispensables para que todo individuo, párvulo o anciano, invidente, miope, astigmático o de visión 20/20, de bastón o atlético, caminante o de aquellos que van sobre una silla, ejerza su derecho a sentirse seguro y a salir de su hogar sin incurrir en el riesgo de astillarse las rodillas, irse de cara contra la superficie planetaria o trozarse las piernas. El comentario lo he oído de innumerables visitantes de fuera: es injustificable dicha imposibilidad para concretar un proyecto tan sencillo como el de uniformar cada andén y ceñirlo con el debido rigor a la normatividad internacional vigente y a las dimensiones recomendadas por quienes conocen del tema. Casi puedo asegurarlo: no es un problema de costos, sino de mentalidad e improvisación que, justo es reconocerlo, también aflige a algunos reductos del llamado primer mundo. Suena insignificante, pero su relevancia y su valor simbólico es innegable.

Con regularidad aparecen estudios y encuestas alrededor de la ausencia de confianza del colombiano en la institucionalidad que lo circunda. Me pregunto para qué desgastarse buscándole explicaciones a lo obvio. ¿Cómo reclamarles credibilidad a quienes a diario ven sus derechos atropellados? ¿Cómo hablarnos de paz, cuando en simultánea nos vemos violentados por una dirigencia que, se supone, debería tener el bienestar de sus gobernados como la mayor de sus prioridades? Hasta el otro martes.

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