Hay quienes sostienen, fundamentados en especulaciones físicas, leyes matemáticas, esoterismos y demás teorías, que desde unas fechas recientes hasta este presente el tiempo cósmico se viene acelerando. Que dentro de los confines espacio-temporales, donde antes solo había lugar para una década entera, hoy caben cuatro. Que los minutos se están comprimiendo y que por ello la vida se nos escapa cada vez más rápido. Que dicho fenómeno continuará su avance inexorable y que, en algunos millones de años, la eternidad terminará condensada en pocas horas y nuestra existencia reducida a micronésimas de segundo.
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Tal vez ello justifique el hecho de que mi generación tienda a lucir más joven que las anteriores. Basta con analizar la fotografía de un cuarentón actual, como yo, y compararla con la de alguien de esa misma condición a mediados del siglo XX, para que las diferencias salten. Al respecto, mi mamá tiene su hipótesis: si ello sucede no es porque las gentes del presente nos conservemos mejor, seamos más vanidosas, llevemos ropa juvenil o contemos con mejor medicina, una dieta superior o cirugías sofisticadas. Es porque, en la actualidad, nos toma menos años reales sumar el mismo tiempo de nuestros antecesores, lo que implicaría que un individuo de hoy con medio siglo a cuestas pueda exhibir un desgaste físico equivalente al de quienes en 1950 tenían treinta. A mi parecer Cronos, en efecto, trabaja ahora con menor holgura, aunque no sé si se trate solo de percepciones distorsionadas o geriátricas, pues a medida que envejecemos todo suele acortarse. O quizá sea una consecuencia de los atafagos propios de este milenio tan convulsionado.
Como sea… todavía no asimilo que mis contemporáneos y yo ya llevemos encima los años suficientes como para ser padres biológicos de reinas de belleza o de futbolistas en ejercicio. O que un nacido en 1997 sea todo un adulto funcional, cuando en mi mente ningún nativo de aquella época debería haber superado la fase parvularia. Aún, por ejemplo, encuentro difícil aceptar que Paul McCartney acabe de cumplir setentaicinco, pues por alguna razón lo visualizo como un hombre en la mitad de sus cuarenta. Me aterra que yo mismo esté hoy más cerca de tener cincuenta que treinta, cuando en mi subconsciente y sin negar que he madurado, sigo creyéndome de dieciocho. O que mi madre ya supere los sesenta, cuando en lo personal la visualizo como de treintaicinco. O que mi abuelito este diciembre ajuste noventa, si yo lo percibo menor de setenta. O que el año 2000, ese que imaginé plagado de pistas aéreas estilo Los Supersónicos, hoy no sea más que un recuerdo rancio y un anhelo frustrado.
Me traumatiza considerar que el presidente francés sea diecisiete meses menor que yo. Me resulta inconsecuente que cuando aluden a “hace cincuenta años”, se remitan al relativamente reciente 1967 y no a 1930, como sucedía en mi época, mucho más razonable. Y así sigo… frustrado al contemplar cómo lo añejo va perdiendo su categoría de verdaderamente añejo y cómo, por un designio triste de la suerte, este lapso se nos antojará incluso más breve. También al entender que, como sea y con cada vez mayor intensidad, el tiempo constituirá un bien escaso e irrecuperable. Por ahora me marcho, pues después de culminar estas líneas me parece haber envejecido un lustro completo. Hasta el otro martes.