Nadie quisiera estar en los zapatos de Luka Pibernik. Verlo abrir sus brazos y antes de eso, meterse en la mente del hombre: el tipo ve que la meta se acerca y que su gasolina corporal está ya casi en rojo. Entonces su cabeza empieza a cavilar sobre la indeseable presencia del cansancio después de haber pedaleado 152 kilómetros de la quinta etapa en el Giro de Italia que hacen sentir la muerte con su guadaña en la nuca en cada etapa y sobre ese deseo tan natural que no solamente tienen los deportistas, sino todos nosotros: el de ganar un día, el de ser el primero en la lista al menos 24 horas.
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Todos hemos querido alguna vez sentirnos campeones. Y hemos hecho, cada uno a nuestra manera y con los rudimentos que poseemos, intentos que fracasan siempre. Fracasos que duelen, que fortalecen y nos hacen más duros cuando se viene el reto próximo. Es como que a veces sentimos que ese podio no está diseñado para nosotros así nos esforcemos: decidimos, como Pibernik, pelear contra nuestras propias limitantes, contra las manos que sudan tanto que podríamos llenar un vaso de agua exprimiéndolas y contra el rubor de los cachetes en el momento en que decidimos picar en punta y escaparnos del lote para sacar a bailar a la niña bonita que, con esa cara de antipatía que hace que nos enamoremos más de ella, está sentada en el fondo de la fiesta hablando con desgano con otros competidores a los que va despachando como funcionario público de extraña eficiencia.
Ella, cuando éramos adolescentes, era como ganar esa bendita etapa tan esquiva, tan inalcanzable. Como Pibernik, entendíamos que era la única y última oportunidad con la que contábamos para ser el número uno. Era hacer la última apuesta en el casino; era irse all inn como kamikaze. Entonces era el instante de acelerar al ver a los demás rezagados y romperse las piernas para vencer, para sentir que la quemazón de los músculos que están a punto de explotar valía la pena de verdad.
Y es que todos nosotros fuimos alguna vez Pibernik porque alcanzamos a sentir el sabor de ser los primeros, un sabor que nos hace gigantes por un instante y que nos hace sentir que sí, que la vida vale la pena solamente por esos minutos de gloria. Porque por fin pudimos ponernos el vestido de héroe que marca gol en el minuto 90 para darle el triunfo a su club en un clásico. Sentimos que de pronto fuimos idiotas por no habernos arriesgado antes. ¡Cuánto tiempo perdido, por Dios!
Y Pibernik cruza la meta y grita, levanta los brazos y sabe que en ese instante no hay nadie más importante que él. Su escapada ante la sorpresa de todos lo hizo ser genio. Todos lo mirarán portando su maglia rosa con envidia y con ira porque nadie se atrevió a realizar esa maniobra de escapismo tan hermosa y épica. Y nosotros, con el peor temblor en las piernas y sintiendo que una gota de sudor se escurre por la patilla, nos lanzamos y le decimos a la niña linda que si bailamos. ¡Y ella, sorpresivamente dice que sí! ¡Puta felicidad, Dios!
Los puñitos infladores de celebración son internos porque ella, la más linda, nos escogió para bailar y somos number one de inmediato. Todos nos miran con sorpresa y jactanciosos nos pavoneamos hasta la pista de baile –el término antiguo más lindo que existe–. Pero nos pasa como a Pibernik. El tipo se dio cuenta de que faltaban seis kilómetros y lo pasaron todos en medio de las burlas. Igual que cuando bailando Tú, de Juan Luis Guerra y 440, algún idiota gritaba “cambio de parejas” y ella, la más linda, se va a bailar con el más bien plantado de la fiesta y se quedaba con él toda la noche y toda la vida.
Nunca se burlen de tipos como Pibernik. Todos hemos vivido ese dolor de sentir que la derrota cruel se ha disfrazado de triunfo. Y que todos se dieron cuenta de eso.