Opinión

Keyla

Sin duda uno de aquellos paraísos dispersos en la fragmentada geografía nacional que todos deberíamos anexar a nuestra lista de destinos vacacionales por explorar es la isla de Providencia. O, como los nativos la llaman en ese creole tan suyo, de Old Providence. Todavía eximida del mercantilismo que por años ha venido desfigurándole el rostro y ensuciándole el mar a su vecina San Andrés, aunque también a expensas de la voracidad humana, amenazada por intentos de explotación petrolera o por conflictos fronterizos, esta tierra bendita se levanta… digna, verde, exuberante y hospitalaria, como un tesoro, a la espera de quienes quieran ejercer el privilegio de ir y descubrirla.

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Yo lo hice ya tarde, en 2011. Allí vi amanecer, tumbado sobre una hamaca que apuntaba al Atlántico. Allí contemplé millares de cangrejos atrevidos colonizando calles y andenes, con la luna apagada. Allí conocí a Marie, una hippie francesa, quien hace mucho y en compañía de su esposo decidió convertir a este en su suelo adoptivo. Allí observé decenas de equinos bañistas aseando sus anatomías colosales en la superficie marina, bajo la tutela de Joel May… “el señor de los caballos”. Allí comprendí por qué al aeropuerto local lo bautizaron con toda justicia ‘el Embrujo’. Allí arranqué mamoncillos mientras cabalgaba. Allí practiqué snorkeling por única ocasión en mi vida, y téngase en cuenta que no sé nadar. Allí fui tras las huellas del protagonista de mi novela Ximénez, experiencia suficiente para convencerme del terreno tan inspirador que encierra este edén caribeño.

Lo anterior para contarles que por estos días una buena amiga y directora de cine, Viviana Gómez, a quien tuve como compañera en aquella aventura televisiva llamada Callejeando, presenta Keyla, el que además de ser su largometraje argumental debut también constituye la primera película hecha en este territorio. Rodada con actores naturales y centrada en la historia de una adolescente, hija de un isleño y una española, cuyo padre parece haber sido devorado por el océano, Keyla nos traslada a las maravillas de aquel espacio mágico y su cultura, con su gastronomía, sus problemas, tan propios y únicos, y su colorido, todos magistralmente retratados.

Hablada en castellano y también en el dialecto nativo, Keyla entraña una oportunidad excepcional para adentrarse en un estilo de vida que a los capitalinos bien podría parecernos surreal, pero que al tiempo deja sobre la mesa asuntos como la posible expoliación de recursos de la que nuestra incomparable Providencia puede ser objeto. También para navegar por ese pasado de leyendas de barcos y piratas, cuyos fantasmas aún sobrevuelan el archipiélago.

Las buenas y muy merecidas críticas motivadas por su lanzamiento son un justo aval para esta obra, cuyo recorrido por la capital colombiana se inició hace una semana. Dado lo anterior, y por razones que solo habrán de entender aquellos dispuestos a permitir que Keyla los seduzca, me permitiré el sesgo de recomendarla como una ocasión única para degustar el talento de quien desde ya se perfila como uno de los nombres destacables en el futuro de la cinematografía nacional. También para volver nuestras almas hacia uno de los más valiosos secretos enclavados en la inmensidad todavía virginal de nuestro Caribe. Pero sobre todo para volcar las miradas con la debida atención sobre este espacio de fantasía, de la mano de sus propias gentes. ¡Hasta el otro martes!

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