Opinión

¡Ni enfermos ni antisociales: orgullosamente homosexuales!

Juan Carlos Prieto analiza la irónica situación de una sociedad que económicamente promueve y exalta las diferencias, pero que culturalmente aún las rechaza: “No somos capaces de comprender que la existencia de la diversidad sexual es tan común como la misma humanidad”.

 

Hace tan sólo 30 años en nuestro país, los homosexuales o quien fuese sorprendido cometiendo un acto de “sodomía” era considerado un delincuente. Aunque no se conoce el primer caso de un hombre o una mujer que llegara a tan compleja situación, si resulta paradójico y aún más aberrante que el Estado condenara, en nombre de “las buenas costumbres”, a las personas que sostuvieran prácticas sexuales homoeróticas u homoafectivas.

Sólo diez años después, en la década de los 90, la Organización Mundial de la Salud, para un 17 de mayo, elimina la homosexualidad de la lista de enfermedades mentales y desde entonces esta fecha es conocida mundialmente como: “Día Internacional contra la Homofobia y la Transfobia” (aunque la única que salió del listado de enfermedades mentales fue la homosexualidad, aun hoy la transexualidad es considerada como una enfermedad); lo cierto es que dicha conmemoración dista bastante de la realidad de las lesbianas, gays, bisexuales, transgénero e incluso intersexuales de nuestro país. El mundo está plagado de actos discriminatorios, actos que violentan de manera directa e indirecta las vidas de las personas. No somos capaces de comprender que la existencia de la diversidad sexual es tan común como la misma humanidad; que los seres humanos al experimentar rechazo y odio hacia quien es diferente, destruimos nuestra esencia y nos coloca en el plano de la depredación.

Ad portas de cumplir los 26 años de este suceso, de celebrar la vida, la resistencia y la supervivencia, de luchar por la eliminación de cualquier forma de discriminación, de ser testigos de avances legales como el matrimonio igualitario, la adopción por parte de las parejas del mismo sexo y algunos otros derechos civiles, en más de 70 países todavía es posible recibir golpizas, penas privativas de la libertad e incluso la pena de muerte a quien sea sorprendido manteniendo una relación sexual o afectiva con otra persona del mismo sexo.

En días pasados, con sorpresa recibí un especial y bonito detalle: una revista de la National Geographic. En ella se planteaba un debate interesante sobre lo que significa la revolución del género en la vida de las personas que decidieron romper ese “molde” que encajona y etiqueta a las personas según lo que tengan entre las piernas. Palabras más, palabras menos, muchos de los problemas de la humanidad se deben justamente a la polarización que hacemos de los géneros y los roles que se imponen: el rosado para las niñas, el azul para los niños, los carritos de juguete, las barbies, la faldas, el pantalón, el pelo corto o largo hacen que la relación entre las personas se complejice de tal forma que en lugar de crear conexiones autónomas y diversas entre humanos, incentiva las jerarquías y prohibiciones. En lugar de respeto encontremos rechazo sobre lo que somos y vivimos.

No sé usted, pero yo sí pienso en lo fregados que estamos en un mundo en que las posibilidades de ser se reducen a dos opciones, a dos formas de conocer y reconocer nuestros cuerpos, nuestra sexualidad; pensar que nacemos con el único propósito de reproducir la especie; creer que amar sólo es posible con el pene o la vagina y no con el corazón u otros lugares del cuerpo; que la verdadera esencia del ser humano está en vivir de la forma en que culturalmente nos mostró la sociedad: una normalidad que segrega, violenta y rechaza a quien como yo se siente orgullosamente anormal.

Juan Carlos Prieto García // @jackpriga

 

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