Se llama Juan Guillermo. Nació en Medellín, se crió en la comuna Villa Hermosa, enclavada en la parte oriental de la capital antioqueña. Eran once hermanos, sí, once, en una época en la que tener hijos y familias numerosas era común. Su madre, mi abuela, era una mujer forjada con alma de hierro. Nada la derretía, ni la pobreza, ni la dureza del barrio, ni el saber cómo iban a sacar adelante a esos once hijos. Su padre, mi abuelo, era un pintor de brocha gorda. Dos herencias dejó: el buen gusto por Atlético Nacional y el ser un excelso catador de aguardiente. Se los tomaba todos el viejo abuelo.
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Pocos caminos había en esa dura Medellín (sigue siendo dura) de los barrios populares en la década de los sesenta: o eras pillo o eras mariguanero o eras nadie y te diluías en el no fue. Mi padre, con su metro con 65, optó por el camino más difícil: salir de la pobreza, ser alguien en la vida por medio del periodismo. Creo hoy, casi cinco décadas después, que mi padre no nació con cordón umbilical, nació con grabadora y máquina de escribir en la mano. Cuando lo sacaron del vientre de Cecilia no lloró, informó. Mi padre tenía clavado en su ADN el destino de ser periodista, el destino de romper el molde de la pobreza y ser alguien en la vida.
Acucioso, entrón, pulcro, hacía lo que otros no y se lo llevaron a la capital. “Mijo, cuídese, en Bogotá matan a los antioqueños”, le dijo mi abuela al despedirlo en el aeropuerto. Era su primera vez en un avión. En Caracol Radio era el primero en llegar y el último en irse. Ahí empecé a pagar el precio de tener un padre periodista: no hay horario, todo es alrededor de la profesión. Casi no lo veía.
Luego se forjó en Bélgica. Conoció el mundo. Se dio cuenta de que había que ser distinto, innovar. Ahí oyó de Dan Rather y quiso ser como él. Director, presentador, anchorman, se labró una filosofía: que el que deba decir la noticia, no la diga: que la cuente, la enseñe, que el televidente sienta que se la revelan al oído, y es agradable. Generar el efecto que indique que lo más importante es el televidente. Mi padre entendió que había que sentarse en el sillón de quien se tomaba el trabajo de ver un noticiero. La opinión se genera en el corazón de las personas, no en la pornomiseria.
Y volvió a Colombia y dirigió, con 25 años, su primer noticiero: Telenoticias. Como suele suceder con los distintos, generó controversia, desde Turbay a Belisario no gustó su irreverencia. Él la ha tenido clara: el periodismo se debe por y para el ciudadano, y eso no gusta en el poder.
Ente tanto, el Noticiero de las siete rompía los techos del rating. Mi padre era un rockstar del periodismo. Su bigote les gustaba a las amas de casa, su estilo, su paz, amor y buen genio entraban de manera sagrada en todos los hogares colombianos. Decían en esa época que, de diez hogares, en ocho miraban sagradamente el Noticiero de las siete.
Hoy mi padre, ese hombre querido y tierno, ha superado un cáncer. Su historia es digna de admirar, es un maestro Yoda de la resiliencia. Él, ya en su sexta década, es feliz dictando clase. Es feliz con su programa de televisión en el que rescata lo más bello y sagrado de la profesión: la reportería y la entrevista. Su generosidad y amor por sus hijos y por su nieta, mi hija, es eterna. Es mi padre, mi ídolo en el periodismo. Lo mínimo era dedicarle una columna.
Es Juan Guillermo Ríos, un periodista de esos que están en vías de extinción. De esos buenos.