Opinión

San Moritz

Hasta los cincuenta del siglo XX, Bogotá era ciudad de cafés. Y cuando digo ‘cafés’ no lo hago en el sentido Juan Valdez ni Starbucks de la expresión. Hablo, más bien, de aquellos salones donde el maestro Ricardo Rendón debió trazar los bocetos del amerindio pielroja que hasta hoy, con ligeras variaciones, adorna las cajetillas de ese patrimonio de la cultura cancerígena nacional por muchos apodado ‘peche’. De esos paraísos aromatizados a lúpulo y a cafeína, sobre cuyas mesas León de Greiff trazó verso a verso su Relato de Sergio Stepansky, mientras don Otto, su hermano, reseñaba los pormenores de la más reciente visita del maestro Yehudi Menuhin a la capital. Verdaderos oasis de camaradería, rebosantes de infusiones cítricas y de botellas de Cabrito, Germania o Clausen, consagrados al saludable ejercicio de la tertulia, hoy relegado a whatsapps y a otras contemporaneidades desalmadas. Centros de congregación cuya sola existencia combatía la estúpida premisa de que “de religión y política no se habla”.

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El tiempo los fue arrastrando consigo y por lo mismo mi generación conoció pocos. Que yo recuerde, todavía sigue en actividad el Café Pasaje, en la Plazoleta del Rosario, una continuidad digna de destacar, por más que sus administradores lo hayan desfigurado con avisos de Coca-Cola, Miller Light y Heineken, y con descoloridos carteles de esos que en los ochenta promovían el turismo a Colombia mediante fotografías de abundantes piñas, chirimoyas y papayas. También, al menos hasta años atrás, El Zaguán Santafereño (apodado en secreto por su feligresía ‘el Tétrico’), atendido por el bueno de don Benito y emplazado en la fantasmagórica casona de los Schmedling. Quienes busquen experiencias surreales y tengan cierta tolerancia a la humedad ambiental deben visitarlo. Calle 12C n.º 4-79 son las coordenadas, por si quieren ayudarme a comprobar si persiste. Advierto que solo venden alcohol y que abre (o abría) eventualmente.

De esta misma estirpe y fiel a su esencia sobrevive hasta ahora el entrañable San Moritz (fundado en 1937, según reza la leyenda, por don Guillermo Wills), espacio que descubrí por allá en el 95, cuando los beodos universitarios del sector compartíamos sus sillas de cuerina roja con cachacos octogenarios que por entonces se obstinaban y aún en la actualidad se empecinan en discutir respecto al verdadero responsable del magnicidio de Gaitán. Allá, en lo que antes fuera la poética Calle del Arco y hoy la prosaica Dieciséis con Octava, bebí aromáticas. Allá hice uso gratuito del servicio de baños, pues desde siempre fue política del establecimiento no negar tan humana caridad a quienes la demandásemos. Allá, en su llamado ‘salón clásico’, intenté sin éxito perfeccionarme en las artes del billar. Allá dejé la mitad de mi hígado, todavía vigoroso. Allá, entre fotografías en sepia de una ciudad que ya no es más que recuerdos, permití que las horas se me escaparan, mientras de fondo me hipnotizaban un bolero o una milonga.

Hoy el San Moritz peligra. El local es arrendado y su nuevo dueño ha querido, en uso legítimo aunque lamentable de sus atribuciones, reclamarlo de vuelta a los Vásquez Delgado, propietarios presentes del negocio. Buenos Aires tiene su Federal, Lima tiene su Queirolo y Bogotá tiene (al menos hasta la fecha) su San Moritz. Quieran la suerte y los santos benefactores del patrimonio que hoy no estemos anunciando una defunción evitable.

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