Juan Carlos Prieto García / @jackpriga
PUBLICIDAD
Reconocer que todos somos iguales no es tan sencillo como parece. Muchos debates se dan en estos tiempos en torno a la igualdad, pero pocos con argumentos reales y de sustento que puedan ayudarnos a comprender la otredad.
Por estos días he visto con bastante preocupación que las personas perciben y aceptan lo que los medios de comunicación revelan como la verdad absoluta. Por ejemplo, hace algunos meses, la gran noticia giró en torno a un afamado bailarín que gracias a su conversión al cristianismo había podido escapar de su homosexualidad.
No quiero poner en duda que las orientaciones sexuales puedan ser móviles, es decir, que con el paso del tiempo se pueda construir una u otra identidad dentro del mismo ser, pero lo que puede causarme cierta indigestión es que a través de este argumento nos vean como enfermos, delincuentes o aberrados.
Mi historia en el cristianismo empezó cuando mi novia me invitó a asistir a una iglesia en la que, debo reconocer, aprendí muchas cosas sobre la historia de la religión, los pueblos monoteístas, el amor profundo por un ser superior, pero sobre todo a ser buen cristiano, más allá de la religiosidad. Mis fines de semana se convirtieron en reuniones, cultos, enseñanzas y servicio. Mi amor por Dios crecía (y debo reconocer que me gustaba mucho), me bauticé e incluso llegué a creer en el vínculo marital a través de los simbolismos y rituales cristianos.
Hoy, luego de unos años y de una vida en pareja, puedo analizar con detenimiento lo sucedido. Vivir 24 años siendo heterosexual, religioso, con un ideal de familia único, no me hacía feliz ni encontraba la plenitud de mi ser. Por ello, así como el afamado bailarín y muchos otros que consideran que su conversión les salvó de la miseria, yo vivo y gozo la felicidad de ser libre y encontrar en el amor terrenal y deseado lo que ninguna persona o grupo de personas me impongan: vivo y viviré esta transformación a mi manera con los aprendizajes y las bonitas enseñanzas, sin que ello le haga daño a nadie, y gracias al descubrimiento de mi identidad, lo que muchos leerán también como una conversión, pude escapar de una vida aceptada por todos pero infeliz y falsa.
¡Por eso amigo converso: vive feliz y deja vivir!