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Cuando subo a Monserrate me gusta mirar para el otro lado. El teleférico muestra la ciudad que se hace cada vez más pequeña, pero también muestra muy de cerca la escarpada falda del cerro y la vegetación que se aferra a las rocas.
En la plaza de piedra de la iglesia, enfrente, hacia el occidente, está la ciudad. Hacia allá miro y el entusiasmo por identificar edificios, barrios, parque y avenidas me dura, por mucho, unos diez minutos.
Acto seguido le doy la espalda a la ciudad, me alejo de la gente que sigue embelesada con el trazado de una ciudad que parece de juguete, miro hacia el oriente y me puedo quedar largos minutos contemplando los cerros orientales. Enfrente está La Viga, bordeado por la carretera que conduce a Choachí. Hacia el sur se ve Guadalupe de perfil, y detrás, Diego Largo (o el Aguanoso), uno de los cerros más altos que dan contra la ciudad.
Cuando se camina hacia el norte, se pasa por el callejón de las tiendas artesanales y las fritanguerías. Al dejarlas atrás, se llega al punto más alto de Monserrate, que colinda con el cerro del Parque Nacional (algunos lo llaman la Curva del Silencio) y desde allí se ve El Cable, que da contra la ciudad y, en la cuchilla de atrás, las Rocas de los Andes, el alto de Las Piedras y el alto de Moya.
Este enorme jardín que son los cerros orientales de Bogotá están cobijados bajo la figura de reserva forestal y tiene 14.000 hectáreas, que van desde el cerro de Torca, casi en La Caro, hasta el boquerón de Chipaque, lo que la comunica con el Parque Nacional Natural de Sumapaz. Si uno mira fotos de los tiempos del 9 de abril, incluso de comienzos de los años sesenta, gran parte de los cerros de Bogotá eran peladeros.
Desde los años treinta comenzaron a mirarse como una reserva de la ciudad y la construcción del Parque Nacional fue el primer paso para unir los cerros con la estructura urbana de la ciudad.
Varios urbanistas, entre ellos Karl Brunner, Le Corbusier y Josep Lluís Sert, manifestaron que eran el gran telón de fondo de la ciudad y recomendaron que se prohibiera construir por encima de la cota de los 2700 metros.
Las especies foráneas que se plantaron en varios de ellos conviven con especies nativas que lograron adaptarse al nuevo medio. En sus más altas cumbres, como La Viga y Cruz Verde, la vegetación ya es de páramo. De esta reserva, pegada a una ciudad de siete millones de habitantes, bajan gran cantidad de ríos que, allá arriba, lucen muy diferentes a como se les ve en la ciudad, canalizados y transformados en cloacas.
Bogotá ha agredido sus cerros desde tiempos inmemoriales y los especuladores inmobiliarios no pierden oportunidad para invadirlos más y más. Pero la ciudad también ha aprendido a quererlos y respetarlos. Al fin y al cabo, estos cerros son el mayor tesoro de Bogotá, y una de las pocas razones que me permiten seguir sintiéndome orgulloso de mi ciudad.
*Las opiniones expresadas por el columnista no representan necesariamente las de PUBLIMETRO Colombia S.A.S.