A veces Bogotá no me gusta. Cuando se olvida de quién fue. Cuando se le entierra la memoria bajo sus escombros. Cuando se reafirma inconclusa, discontinua o inacabada. Cuando se olvida de que tuvo tatarabuelos, bisabuelos y abuelos… O… todavía peor… de que tiene y tendrá hijos… y hasta bisnietos. Cuando se viste de ultraderecha. Cuando se torna hostil y desapacible.
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A veces Bogotá me asusta y desesperanza. Cuando se escuda en estudios insuficientes para avalar ineptitudes históricas o cuando improvisa. Cuando es solo planes de desarrollo o cuando cultiva la amnesia por deporte distrital. Cuando se estratifica o se adivina arribista. Cuando se pone taurina, pretende tapar sus vías férreas o se obstina en invadir reservas… de esas que llaman ‘potreros’. Cuando parece eterno render. Cuando posa de bilingüe y habla de Gyms, proms y bakeries.
En ocasiones Bogotá me hastía. Cuando patea al perro, maltrata al caballo o ignora al gato que muere de frío bajo una tubería del Centro Antonio Nariño. Cuando se declara inhumana y bolarda. Cuando se deviene insensata y descorazonada. Cuando arremete con impuestos de valorización y prediales. Cuando sus gentes se enojan porque no les recogen la basura a la vez que dejan morir su río de puro sucio, como sus conciencias. Cuando contempla impasible sus quebradas secándose. Cuando prefiere un centro comercial a una calle y una plazoleta de comidas, o food court, que llaman, a un parque. Cuando se presume más cosmopolita que nacional y cuando no tiene la dignidad suficiente como para defenderse de quienes la calumnian o malentienden. Cuando se excede en hospitalidades con el foráneo y se ahorra todas las posibles con el nativo.
A ratos Bogotá me intoxica. Con su smog y sus familias que triplican los haberes vehiculares para hacerle el juego a la movilidad… todo cuanto les importa. Con sus domingos tediosos. Con sus eternos timos y sus timadores vitalicios. Con sus huellas de contraflujos ancestrales y su grieta que la quiebra entre norte y sur. Con sus serruchos. Con sus contratos. Con sus lagartos de oficina, sus tinterillos de despacho y sus burócratas de cerebros simétricos, como grandes tablas de Excel. Con su repertorio de adjetivos que van del ‘desechable’ al ‘indio’, entre algunas otras infamias lingüísticas. Con su “¿me regala?”, su “¿qué vale?” y su “¿me gasta?”. Con su “como tal”, su “no lo manejamos” y su “el día de hoy” de call-center.
Durante innumerables oportunidades Bogotá me cansa. Con sus cuentas de cobro y sus “llame por ahí en quince días”. Con sus insinuaciones viciadas de “cómo vamos ahí”. Con sus troncales. Con sus promesas-espejismos de metros elevados y subterráneos. Con sus conductores que no saben de semáforos para transeúntes. Con sus desconfianzas. Con su poca amabilidad… sin indiferencia y tan indiferente. Con sus depredadores disfrazados de urbanistas. Con su “este lote no está en venta”, su “hoy no fío ni presto envase”, su “todo favor se cobra” y su superpoblación.
Y así es… Con incontable frecuencia Bogotá me enferma. Con sus nomenclaturas y placas cambiantes. Con sus monumentos decapitados y sus mártires grafiteados. Con sus lagos que se hacen centros comerciales y sus alamedas que se han hecho muladares. Con sus mojigaterías y sus prejuicios. Pero aun así, no me pregunten por qué… aquí sigo y seguiré. ¿Ustedes no?
*Las opiniones expresadas por el columnista no representan necesariamente las de PUBLIMETRO Colombia S.A.S.