Por vez primera ejerceré la vocería de una comunidad que, pese a sufrir en cuero cabelludo propio los rigores de la exclusión, y los menosprecios y mofas malintencionadas de condiscípulos, compañeros de trabajo y demás chusmerío circundante, no cesa en su afán por hacerse a un espacio de dignificación dentro de este teatro de infamias llamado humanidad.
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Me refiero a aquellos a quienes, como en el caso de quien garrapatea estas líneas, el azar genético dotó de rizos fuertes. O mejor, y dicho con la horrenda sonoridad que ello implica, a los que somos clasificados como ‘de pelo crespo’. Si ustedes, lectores varones, fueron bendecidos con mechones lacios o cuentan con las envidiables pelambres de Víctor Mallarino, Paul McCartney o Juan Carlos Garay (tres representantes de ese pelo del que en lo personal habría querido ser dotado por la caprichosa madre natura) les ruego excusar mi frivolidad. Nótese que en mi metrosexualidad rampante, hablo en masculino.
Compañeros de logia capilar… Apelemos a la franqueza… La mayoría de quienes nacimos crespos y hemos llegado a tolerarlo, tuvimos que sobrellevar un ciclo inicial de shock, aceptación, resignación y adaptación. El asunto tiene raíces semiológicas… ¿Alguna vez han visto a un líder o galán de relevancia mundial con pelo crespo? Todos en su abrumadora mayoría lacios, o si mucho ondulados. Aparte del rubio y torpe Superhéroe Americano, encarnado por William Katt, o de Míster T, mi generación no conoció un solo representante de la comunidad ‘rizada’ trepado en semejantes cumbres. Barack Obama, quizá el más célebre de los crespos del que se tiene noticia a tiempo presente, y quien bien podría servir como un abanderado de nuestra causa reivindicatoria, tiene por hábito cortarse al rape, para ocultarlo.
Eso mismo hice yo desde mis catorce, frustrado al no poderme peinar a lo Beatle ni a lo Morrisey sin valerme de artificios tipo Kleer-Lac o Natural Styling. En adelante, y hasta cumplir treinta, me valí de innumerables tónicos y tratamientos artificiales con el propósito de combatir aquello tan inherente como abominable. Me hice adicto al secador materno General Electric y al cepillo Fuller ultrarrígido. La horquilla cundió en mis otrora saludables folículos. Pero con todo y eso continué. En mi acomplejamiento usaba geles fuertes, como el Marcel France, que pese a su nombre galo debía de ser manufacturado en alguna bodega de Puente Aranda. Mi estilista y confesor, Jair, me sugirió una preparación química amoniacada, cuya aplicación dejaba en obligatoria cuarentena al inmueble entonces ocupado por los míos, gracias a su toxicidad. Quien ingresara a mi dormitorio bien podría fenecer por envenenamiento.
Los crespos lo sabemos… Nuestra pelambre tiene sus embelecos. Se torna impredecible. La humedad, el calor, los humores propios y el agua son sus más feroces opositores. Y no escogimos parecernos a Yuldor Gutiérrez. Hoy, por fortuna, los años me han liberado de tales lastres. Puedo mirar al mundo con mi cabellera en alto, y aunque su volumen ha decrecido hasta niveles muy inferiores a sus mejores eras de apogeo, puedo decir con sinceridad y orgullo que ahora la soporto, la manejo y hasta la aprecio. Así las cosas, con tanta movilización y marcha en la agenda, invoco a los crespos del mundo y de esta nación a pronunciarnos en plaza pública por los derechos de quienes no hemos sido escuchados.
*Las opiniones expresadas por el columnista no representan necesariamente las de PUBLIMETRO Colombia S.A.S.