‘Indio bruto’, ‘mucho indiazo’ e ‘indio patirrajado’ son exclamaciones oídas en Bogotá con detestable frecuencia. Las pronuncia la dama de la 4×4 cuando reprende al albañil, el conductor enardecido si se le atraviesan y los cultores del bullying al detectar un teléfono ‘flecha’.
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Tales expresiones verbalizan un concepto aferrado al subconsciente patrio. Cierto desafortunado acomplejamiento heredado de tiempos hispánicos, cuando lo nativo sonaba a rezago y ordinariez, mientras lo foráneo evocaba avance y bienestar. Concordantes con esta manifestación de eurocentrismo, pretendidas ‘gentes de bien’ se empeñaron en desvirtuar nuestro ancestro indígena para así blanquearse. Y aquí estamos nosotros, actuales ocupantes del otrora suelo chibcha. Consecuencias vivientes y multiplicadores de esa modalidad encubierta de discriminación.
De la mencionada civilización sabemos poco. Lo que intuimos por la balsa dorada. Lo que mal aprendimos en colegios. Lo que absorbimos de El siguiente programa y su Chibchombia, caricatura tan acertada como monstruosa. Con semejante aculturación a cuestas y pese a su declarada extinción, resulta curioso cómo aún hoy sin notarlo invocamos palabras procedentes de aquel pueblo, también llamado muisca.
Igual que ellos, si algo se estropea, se nos ‘chitea’. Cuando los líquidos se agotan, bebemos el ‘cuncho’, vocablo que para estos equivalía a ‘sobrante’. A las larvas de escarabajo las llamamos ‘chisas’. Las ‘chuspas’, que para los antiguos habitantes del altiplano cundiboyacense eran bolsas, todavía existen en el Valle del Cauca y La 14. El ancestral verbo ‘bchisqua’ –que para estos correspondía a ‘copular’– hoy pervive en el vulgarismo ‘pichar’. Las ‘guarichas’, antes princesas, ahora son meretrices. Los ‘guaches’, antiguos guerreros indómitos, posmodernos gañanes. Un ‘chuzo’ era para ellos una choza donde trenzar negocios. Al estúpido, lo llamaban ‘Güeba’.
Debido a su popularidad entonces vigente, hacia 1580 el chibcha fue declarado lengua general neogranadina. Según Adolfo Costenia Umaña sus orígenes se remontan a la moderna Costa Rica, lo que tal vez explicaría la semejanza de acentos entre bogotanos y nuestros hermanos ticos. Otros lo han relacionado con el chino, por su sonoridad. Y otros más, de manera bastante especulativa, con el latín. El panorama cambió. De ahí que en 1635 y 1639, durante sus visitas a Tunja y Santafé, los oidores Juan de Valcárcel y Gabriel de Tapia y Carvajal, respectivamente, se arrepintieran de llevar consigo intérpretes, en tanto todos los nativos hablaban castellano muy fluido pero chapuceaban el chibcha.
La estocada final fue de Carlos III, quien mediante cédula real, en 1770, proscribió las lenguas del Nuevo Continente. Algunas soportaron ese embate. El chibcha, del que solo conocemos a través de tratados de gramática elaborados por frailes con el propósito de difundir la fe católica en estas tierras, no. Pero ahí está… en Atabanza, Bachué, Tequendama y Tundama. En las artesanías El Zipa, en las carrocerías Muisca y en ‘el Zipa’ Efraín Forero, Nairo de antaño. En el Chibcha Night Club de Nueva York. En el turmequé, que aún algunos jugamos. En aquellos apellidos tipo Tibaquirá, Chicuazuque, Fetecua, Chipatecua, Cubaque, Niampira, Chitiva, Panqueva, Pataquiva, Tuta, Tique, Pacanchique y sus afines. Pero, sobre todo, en los presentes cabildos muiscas de Bosa y Suba, que con absoluto misticismo han luchado por revivir lo extinto. Así las cosas, antes que apelar al ‘indio’ como fórmula de ofensa, bien deberíamos entender que parte de nuestro código genético habla muisca puro. ¡Nos leemos el martes siguiente!
*Las opiniones expresadas por el columnista no representan necesariamente las de PUBLIMETRO Colombia S.A.S.