Se miró la pierna y luego se tomó la cara. Se dejó desvanecer en medio de los gritos del público que, aterrado, observaba cómo una simple rutina se convertía en una dolorosa tragedia olímpica. Los jueces de la competencia se llevaron las manos a la cabeza, impresionados porque la pierna de Samir Ait Said era un manojo deforme de huesos y músculos.
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Luego vino la camilla, el aplauso interminable y la profunda impresión de una imagen cientos de veces repetida en la televisión. El gimnasta, de acuerdo con el parte médico, sufrió fractura doble de tibia y peroné, causada por una mala caída en su pirueta por encontrar su cupo en las clasificatorias. El golpe, el mal cálculo y el ruido seco –en el que casi suenan las astillas de sus huesos– es la primera postal del drama olímpico en esta edición de Río.
Cada deportista que llega a unos Juegos Olímpicos, más allá de sus habilidades frente a sus competidores, tiene en mente un sueño, que es llevarse una medalla a casa y por eso el proceso de preparación es tan sacrificado que no termina en el momento de recibir un cupo olímpico. El sueño se puede volver pesadilla cuando pasan cosas como lo que le ocurrió a Said. El deportista, consciente de que es su momento único, está casi que desactivando una bomba porque todos los factores pueden echar a perder su misión.
Miguel Durán es otro que sintió cómo el mundo se le vino encima y que la frustración se transformaba en su compañera de equipo: competía en los 400 metros de natación, también en las clasificatorias. Dijo que había oído un ruido en las tribunas que le envió la señal equivocada. Mientras todos los nadadores esperaban en posición la señal de arranque, Durán se lanzó a la pileta y cuando se sumergió, entendió que su inicio marcaba el final de su historia en esta edición olímpica. Salió del agua llorando y aunque no fue descalificado permitiéndosele volver a competir, su mente estaba en otro lugar. Ya no tenía ganas de competir. Lo hizo más por el valor que por su propio sentimiento.
Cuando ocurren esta clase de sucesos es imposible no evocar a Greg Louganis, seguramente el mejor saltador de trampolín en la década de los ochenta. Se alistó para saltar desde el trampolín a una altura de tres metros en Seúl 88. Se impulsó y dando el giro en el aire su cabeza se estrelló contra la punta del trampolín. Cuando cayó al agua, la piscina se empezó a teñir de rojo: el clavadista había sufrido una durísima contusión y, en medio de la sangre y el aturdimiento, otro factor empezó a desconcentrarlo: Louganis era portador del VIH y no se lo había contado a nadie para no ser separado de la delegación estadounidense que fue a las justas. Era pensar que la piscina podía haber quedado infectada –hecho que era imposible, pero el desconocimiento de la enfermedad por aquel entonces era rampante–, que el doctor James Puffer, el que estaba atendiendo su corte en la cabeza, no estaba utilizando guantes, que en una maniobra similar Louganis había visto morir a Sergei Chalibashvili, clavadista ruso, en una competencia en Edmonton en 1983…
Louganis decidió silenciar su historia personal porque sentía que no podía fallar y se logró reponer: ganó dos medallas.
*Las opiniones expresadas por el columnista no representan necesariamente las de PUBLIMETRO Colombia S.A.S.