Para el ojo desprevenido esta es una valla cualquiera. Y lo es. El mundo está lleno de cosas que significan nada para muchos y mucho para alguien. Esta, ubicada en la carrera 13 con calle 127A, representa el fin de algo que para mí fue muy importante: la primera casa en la que viví en Bogotá.
En realidad fue la segunda, ya que llegué con mi padre al Polo Club, en la 30 con 84, pero esa no cuenta porque era de paso mientras mi madre, mi hermana y mi abuela terminaban de organizar cosas en Barranquilla antes de venir a la capital. Fueron apenas seis meses para un joven de 17 años perdido en una gran ciudad.
De ahí a la casa que no se ve en la foto, en La Carolina, un barrio tranquilo con andenes de pasto, calles poco transitadas y la carrera 15 como entrada principal gracias al club del Country. Lo de gracias es ironía, claro. Aunque me beneficié durante el tiempo que viví allá, tengo claro que su existencia le hace daño a la ciudad y frena su progreso. Que mantuvieran muchos de sus jardines como parques públicos y abrieran la 15 y otras vías para que la gente pudiera circular sería lo mejor que podrían hacer con ese espacio. Pero no se puede, es de los ricos, y aunque nos hayan hecho creer que vivimos en una democracia, los ricos manejan la ciudad, el país y el mundo a placer.
El caso es que esta foto la tomé el sábado en la tarde. Iba a un cumpleaños por la zona y le pedí a la amiga que venía conmigo que me acompañara a ver mi vieja casa, así fuera desde la calle, y me encontré con esto: una valla blanca con verde que no representa para nada los momentos buenos y malos que pasé de los 17 a los 23 años. No me dieron oportunidad de decirle adiós.
Los últimos años de colegio y los primeros de la universidad, tu novia quedándose a dormir a escondidas de tus padres, la casa ahumada por culpa de la chimenea, tu abuela mirando hacia el roble del patio desde la ventana de su cuarto como si esperara a alguien. La cocina grande, el estudio semivacío, tu cuarto en el segundo piso.
Pero también la cama de bronce de tu hermana menor, el techo alto y de madera, la fachada rugosa color mostaza tan común en las casas bogotanas, los perros chow chow, las puertas de madera oscura, el piso de baldosa roja, los altos ventanales, los caracoles del jardín, el timbre que a veces no se oía. Lo único que queda de todo eso son los árboles del frente, a los que respetaron y que en mi época eran apenas unos arbustos.
El desarrollo urbano es bueno hasta que se carga los recuerdos de tu adolescencia.
*Las opiniones expresadas por el columnista no representan necesariamente las de PUBLIMETRO Colombia S.A.S.