Opinión

Descortesías

Por: Andrés Ospina / @ElBlogotazo

Quizá sean hipersensibilidades mías, pero pocas cosas me desatan aquellos instintos psicópatas, misántropos y homicidas que todos –no lo neguemos– albergamos muy dentro, tanto como la escasa cordialidad. Porque así los colombianos acostumbremos vanagloriarnos de nuestra calidez, en la praxis el panorama pareciera opuesto.

Como vamos, obrar con gentileza constituye una actitud más transgresora que prescindir de esta. Perdónenme semejante invocación subliminal al venezolano Carreño y su urbanidad, pero la ordinariez cunde por estos andurriales. Y no son insignificancias. Cada acto de microhostilidad acarrea un sustrato simbólico de repercusiones nocivas.

No saludar –de entrada– constituye la primera y más común modalidad de violencia pasiva cultivada en suelo patrio. Yo la padezco a diario, cuando visito una cigarrería y algún maleducado penetra los dominios del señor tendero con su odiosísimo “¿a cómo los huevos?”, sin que medie fórmula alguna de gentileza. ¡Qué distinto procesa el sistema auditivo la misma solicitud adornada por un sencillo “buenos días”! ¡Qué fastidioso cuando el comprador entra al establecimiento exigiendo “un salchichón cervecero”, sin apelar al necesario “por favor” que debe suceder a toda petición!

Hay situaciones que hieren… como cuando uno va caminando junto a un amigo y este se encuentra con otro a quien no conocemos, y luego el advenedizo entabla una charla entusiasta con nuestro interlocutor, sin siquiera regalarnos la limosna de un ‘hola’ y ninguneándonos durante la dinámica conversacional entre ambos. Lo mismo ocurre en otros ámbitos: negar un “buenas noches” a compañeros de ascensor debería ser tipificado como contravención al código de la decencia y penalizado con decapitación.

Yo hasta soporto que un taxista se rehúse a trasladarme a mi destino, siempre que lo haga con sutileza… Muy distinto cuando al intentar contratarlo el gañán en cuestión nos recibe con el debido desprecio y la pregunta: “¿Pa dónde va?”, tan solo para volvernos el rostro sin despedirse al notificarle Cedritos o Suba como nuestro destino; que cuando, en idénticas circunstancias, un honorable transportador opta por el reconfortante: “Buenas tardes, caballero. Perdone usted por preguntarle hacia dónde se dirige”, para luego espetarnos la amigable negativa: “Le suplico comprensión y mil disculpas. El tráfico está imposible y tengo que entregar turno a las cinco”.

La primera actitud me dispara el impulso automático de arremeter contra el cráneo del troglodita en mención, valiéndome de la primera cruceta disponible para macerarle la masa encefálica a golpes cortos. La segunda, solo me inspira empatía por aquellos héroes y mártires de nuestras avenidas, a quienes tanto debemos. Lo mismo aplicaría al gremio delincuencial. ¿Por qué la mayoría de ladrones tratará de manera grosera y agresiva a sus víctimas? Ya con un arma mediando, los insultos y golpes sobran. Grato sería que la creciente población de representantes del hampa nacional aprendiera de aquellos bandoleros andaluces de antaño o del peruano Sambambé, caballero del delito, quienes asaltaban cortesanamente, con sombrero de copa en mano y versos románticos recitados. O mejor… de los políticos.

Por mi parte y sin distingos ejerzo esas maneras, acaso anacrónicas. Considero que dignifican nuestra paupérrima condición como especie. Así me consideren afeminado. Así me tilden de meloso. Así la mitad de nuestra población se ‘resetee’ o desespere ante tan exóticas y alambicadas muestras de afabilidad. Considero que así adelanto mi ínfima revolución. Después de todo… incluso al insultar se puede ser afable.

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