Josefina

Por: Nicolás Samper C. / @udsnoexisten

Cuenta ella que vivíamos en Chapinero y que un día no podía dormir por dos razones poderosas: la primera era obvia. Un niño pequeño se esfuerza por hacer que las noches en vela sean un trámite cotidiano; la segunda, no tanto: los vecinos costeños no paraban de festejar el título del Junior de 1977, sin importar que habían pasado ya dos días de aquella victoria. Entonces el círculo de desgracia se completaba porque justo cuando los vecinos subían el volumen de la música, yo me despertaba dando alaridos y no podía volver a dormir.

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Y cuando dejaba por fin de plañir, alguna risotada o una botella de trago caía al suelo. Entonces el proceso se repetía: llanto, despertar, amargura.

Se cansó desde el primer momento que fue a golpearles la puerta, pero la sexta vez su ira materna hizo silenciar al edificio entero: armada con un chal y con su furia golpeó la puerta hasta casi tumbarla: cuando le abrieron no permitió una sola interrupción a su regaño cargado de la impotencia que produce en cualquier ser humano no poder pegar el ojo. Los mandó a dormir a todos –como si fuera Lleras Restrepo con los colombianos en el 70, toda una paradoja, pensaría ella después de un tiempo– y el vecino, aunque con los efectos del trago latentes, le pidió perdón y acabó con el festejo. Fue la última vez que lo vio. Un par de meses después Josefina, mi mamá, supo que ‘el Flaco’, el vecino de afro y pucho en la boca que no nos dejaba dormir, era Jaime Bateman Cayón, el tipo que decían era el líder del M-19 y que estaba siendo acusado del robo de armas al Cantón Norte.

Ella desde siempre ha hecho lo que cualquier mamá haría: proteger y tratar de hacer felices a sus hijos, así le tuviera que cantar la tabla a Bateman o, para distraer la tristeza, comprar una revista El Gráfico en el Ley de Unicentro para mí: en la portada salía Ramón Medina Bello y River había goleado 4-0 a San Lorenzo. Me la regaló para tratar de suavizar la tristeza que había producido la muerte de mi papá siete días antes. Y no era cualquier regalo: El Gráfico era en ese tiempo mi internet. Y aún hoy, siendo yo ya un venerable anciano, me sigue regalando revistas, monas que salen en el periódico, álbumes para llenar, libros de fútbol… solo para hacerme feliz. Y lo consigue siempre.

De hecho, una de sus costumbres es, antes de llegar a su oficina, parar en alguna esquina y tomar dos ediciones del PUBLIMETRO del lunes: una, que la guarda para ella y otra, que me la guarda para que yo coleccione lo que escribo. El fin de semana nos vemos y yo a cambio del periódico, le doy un abrazo cargado de amor.

Esa es Josefina. Mi mamá, la que siempre se esfuerza por verme feliz.

Te quiero mucho. Feliz día.

*Las opiniones expresadas por el columnista no representan necesariamente las de PUBLIMETRO Colombia S.A.S.

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