Opinión

Hablar por hablar

Por: Camilo Egaña, periodista y presentador de CNN en Español.

Buscábamos un sitio para comer en el casco histórico de Cartagena de Indias, que no fuera ruidoso ni hirviera de calor, cuando dimos con uno cuya puerta tenía un cartel: “No tenemos Wi-Fi, hablen entre ustedes”. Y, por supuesto, entramos; éramos varias parejas y un grupito de suecos que no se enteraban de nada.

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Salvo mi esposa y yo, el resto había enmudecido. Más que enmudecido, se habían congelado. Sin conexión de internet, qué podían hacer además de maldecir.

Entonces como un tsunami interminable, toda la abulia, todo el aburrimiento, toda la ‘flojera’, todo el hastío del mundo se les vino encima.

Y entre mojito y mojito uno se preguntaba si eso es lo que llaman vivir en pareja unas vacaciones felices.

Yo no sé quién y por qué inventó la sobremesa, pero se merece un lugar en el cielo.
Recuerdo una sobremesa gloriosa en una casa de campo de Galicia, el calor de una chimenea de doscientos años, un perro gran danés somnoliento y una conversación que iba de un tema a otro, como liebre enloquecida, saltando de aquí para allá, sin ton ni son.

Entre los cubanos y algunos amigos colombianos, conversar es siempre eso, la yuxtaposición feliz de los temas y los decires. Puede que una idea no se exprima, acaso queda siempre algo en el aire, pero es tan sabroso…

No hay nada como alguien que sabe conversar.

Facundo Cabral me dijo alguna vez en Miami que Dios era el gran interlocutor porque nunca lo interrumpía. Pero ya saben ustedes cómo era Facundo, un hombre que se vestía con las palabras y con las dudas, como un buen conversador. Retozaba con las palabras, se alimentaba de las palabras. Facundo era capaz, en el supermercado, de preguntarle al Señor cuál marca de cereal compraría. Y de esperar su respuesta, que era lo mejor.

Estamos muy justos de conversadores como Dios manda. Los programas de entrevistas en la radio y la tele aburren porque ya no se conversa en ellos, se interroga y eso siempre apesta a cuartel y bota de cuero.
Los políticos aburren porque echan mano de palabras que, por el maltrato, han dejado de serlo.

Los chicos se aburren porque lo que les dicen sus padres y maestros no significa, en realidad, nada. O muy poco.

En CNN presento y coproduzco un programa diario que ofrezco como “una hora de televisión para repasar la letra pequeña de la vida”. Y créanme que cuesta lo suyo, hallar, entre el trigo y la paja, la palabra certera. Las poses abundan pero las palabras certeras, no.

Siento un rechazo casi metafísico a los cocteles, las recepciones y otros compromisos sociales por la sensación de inmenso fracaso, de perdedera de tiempo que propicia (hace unos días, en uno de esos ‘saraos’, un joven ejecutivo se pavoneaba de cómo sigue disfrutando de Cien años de soledad en alemán. Y el joven es nicaragüense).

“Las palabras son el esqueleto de las cosas. Por eso duran más que ellas”; lo decía Ramón Gómez de la Serna y tenía razón.

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*Las opiniones expresadas por el columnista no representan necesariamente las de PUBLIMETRO Colombia S.A.S.

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