Me acuerdo mucho de él. Se llamaba Alejandro Quintero y jugaba fútbol como los dioses. Casualmente a mí me tocaba marcarlo siempre en el colegio y él se burlaba de mí a punta de gambetas y de fintas. Una vez me hizo un doble túnel, de esos que duelen como la peor humillación, entonces decidí que así como él tenía trucos, yo tenía taches. Y ambos –en un clima amistoso, claro– llegamos al pacto tácito de obsequiarnos engaños y patadas. Por cada sombrero que él me hacía, yo le mandaba un viajado criminal a los tobillos.
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Pero solamente le pegaba si sentía que su lujo iba a ser utilizado como una mofa contra mí. Si el tipo en una carrera me hacía un “ocho” y marcaba gol, listo, no pasaba nada. Una vez se hizo el lesionado con el balón en los pies; yo fui corriendo a marcarlo y de pronto vi que mientras se tomaba la espinilla, se estaba riendo y que todo no era más que una patraña para, como el ratón que va tras de un pedazo de queso, que yo cayera en una trampa. Entonces fui con todas las fuerzas a quitarle el balón y él, con un suave toque, la englobó y seguí derecho, sin freno, como si fuera Forrest Gump. Menos mal le alcancé a poner un cachetadón cuando él se escapaba. Ambos quedamos con las mejillas rojas: yo, por la vergüenza a la que fui sometido; él, con los cinco dedos de mi mano derecha pintados en su cara. Nunca pasó nada entre nosotros, ni se enfadó –de pronto sí, pero digo, jamás lo hizo manifiesto–. Era como si ‘Orejas’ fuera totalmente consciente de merecer una patada por alguna burla con el balón. Asumía ese precio sin revirar o llorar.
No recuerdo si alguna vez toqué el tema en este espacio. De pronto sí, porque me obsesiona mucho esa idea extraña de aquel que se burla de otro en el campo como si fuera divertido para el que no cuenta con tantas habilidades para esgrimir las mismas armas de venganza. No me gustan los futbolistas que, defendiéndose desde la tribunera esquina de aportar “magia al juego”, deciden saciar su propia sed individualista contra un zaguero humilde y trabajador y claro, tronco, para cebarse en su humanidad con gambetas estériles o florituras carentes de profundidad. Porque nunca serán jugadas que terminen en gol o que abran espacios para otros compañeros que lleguen a rematar. No: esos fuegos de artificio aparecen en lugares que no ofrecen peligro.
El engaño en el fútbol debe ser usado, más que como una especie de culto a la personalidad, como un recurso imaginativo para salir de problemas y para generar soluciones. Como Carlos ‘Gambeta’ Estrada en 1988 que, al recibir un centro bombeado de Mario Vanemerak y ante la marca de la defensa de Nacional, tuvo la brillantez de matar la pelota en su frente calva y pegarla a su cráneo para dar un trotecito y luego, al dejarla caer, marcarle un golazo impresionante a René Higuita.
Todo esto va al famoso penal de Messi-Suárez, del que no pude escribir la semana pasada por cuestiones en los tiempos de cierre de esta columna. Fue un lujo usado en pos del gol. No de la mofa. Por eso hay que aplaudir esa jugada hasta el fin de los tiempos.
*Las opiniones expresadas por el columnista no representan necesariamente las de PUBLIMETRO Colombia S.A.S.