Indígenas y negritudes son los colombianos más golpeados por la codicia de un Estado empeñado en alinearse, a toda costa, con el Occidente favorable a una insostenible idea del desarrollo. Estas poblaciones se han constituido alrededor de la naturaleza, no siempre de manera pacífica, cuya fuerza y riqueza es la que ansía dominar y poseer, precisamente, la locura de aquella visión. De allí que la destrucción de la naturaleza, mero recurso, haya conllevado también la destrucción de poblaciones que, pese a la existencia de una Constitución que se ufana de verdor, pluralismo y multiculturalidad, parecieran ser tratadas como colonias de un Estado que anhela construir su identidad emulando dinámicas capitalistas de países industrializados, también volcados sobre los países del sur.
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Por ello, es “natural” que la destrucción de la naturaleza traiga aparejada la destrucción de grupos humanos. Justamente, lo que hoy viven los indígenas de La Guajira, cuya tragedia empezó con el arrasamiento de la naturaleza de parte de industrias mineras, ganaderas y de políticos ladrones que ven a “su pueblo” como una mala fortuna o una falencia del proyecto colonial. Pero también, y principalmente, con la desidia y complicidad del Estado, cuyas acciones y omisiones parecieran en ocasiones calculadas para sacar del camino a “poblaciones incómodas” que dependen de la naturaleza y los animales para existir.
El Gobierno Nacional le echa la culpa de la tragedia en La Guajira al fenómeno de El Niño, como si en menos de 30 años las industrias ganadera y minera no se hubieran adueñado del agua, contaminándola y usurpándola sin piedad. Tan solo la multinacional el Cerrejón extrae diariamente 17 millones de litros del río Ranchería y contamina cantidades similares, producto de la extracción de carbón, mientras el consumo diario promedio de una persona es de apenas 0,7 litros de agua no tratada, según el Pnud.
O cómo si la región no hubiera sido saqueada por políticos hampones capaces de desviar lagunas para regar sus cultivos privados de palma africana. Debido a ello y a otros factores, como la cacería, de los 12.000 flamencos que hasta hace poco habitaban el Santuario de Fauna y Flora los Flamencos, hoy quedan apenas 6000. El dique que construyó el miserable ladrón impidió el flujo natural del afluente que alimentaba el río Camarones, secando y alterando las vidas de mamíferos, aves e indígenas.
Entre tanto, las cifras de muertos humanos y animales aumentan por falta de agua y alimento: 51.000 animales fallecieron en 2015 y 40.000 personas se encuentran actualmente en situación de hambruna en la Alta Guajira, de las cuales el 70% son niños y mujeres.
Todo ello, agravado por falta de infraestructura y la ausencia y el desprecio del Estado que se reflejan, entre otros hechos, en programas de alimentación infantil inexistentes, intermitentes o de baja calidad.
Pero quizás esta tragedia no ocurriría si los pobladores, cuyas vidas dependen de esta naturaleza aniquilada, no fueran indígenas. Ciertamente, la extinción de vidas humanas y animales son parte del mismo fenómeno, causado por un Estado que se comporta como un tirano colonial.
– Estudiante del doctorado en Derecho de la Universidad de los Andes y vocera en Colombia de AnimaNaturalis Internacional.
*Las opiniones expresadas por el columnista no representan necesariamente las de PUBLIMETRO Colombia S.A.S.