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Hace 50 años –más exactamente el 25 de febrero de 1966– abrió sus puertas al público la sala de conciertos de la Biblioteca Luis Ángel Arango. Más allá de la impresionante cantidad de reconocidos artistas colombianos y de renombre mundial, así como de jóvenes talentos que allí se han presentado (que darían para escribir un libro entero), lo que hace único e irrepetible ese lugar es su incomparable arquitectura. Este auditorio, al que he ido desde muy niño en diversas ocasiones (no demasiadas, la verdad) siempre me ha atraído sobremanera. Ya en los años sesenta yo intuía que se trataba de una obra maestra, así mi mente infantil no supiera expresarlo. Por eso me emociona ver, en distintos textos de historia de la arquitectura bogotana, cómo autores de diversas épocas y tendencias casi siempre coinciden al señalar que este pequeño lugar, insertado en medio de un gran edificio, es uno de los grandes hitos de la arquitectura moderna en Colombia.
Este es un lugar que, de entrada (o sea, desde la entrada) sorprende. Está insertado en las entrañas de una edificación en la que predominan las líneas rectas. A él se llega luego de recorrer pasillos y salas de lectura que obedecen a la lógica del racionalismo de la arquitectura del siglo XX, diseñados por la firma Esguerra, Sáenz y Samper. De hecho, el mismo lobby de la sala de conciertos es un amplio espacio ortogonal con vista a la Casa de la Moneda y los campanarios de la Catedral Primada.
Pero la entrada a la sala es un inesperado pasillo curvo que desemboca en un aún más inesperado espacio circular. Haga de cuenta que usted, sin darse cuenta, ha entrado en el interior de una concha de caracol. O mejor, de una concha acústica. Porque toda la sala es la concha acústica del auditorio. Esta disposición circular permite que todas las sillas, sin excepción, tengan una vista privilegiada al escenario, incluso las que están pegadas a las paredes. Pero tal vez el rasgo más destacado del auditorio es el diseño de su cielo raso, conformado los listones de madera dispuestos de tal manera que generan varios círculos concéntricos, que de alguna manera evocan las casas circulares de la Sierra Nevada de Santa Marta. Esta estructura de madera, que le da al auditorio unas cualidades acústicas excepcionales, juega de manera magistral con los tubos del órgano, ubicados detrás del escenario, en el primero de los círculos concéntricos, que todavía forma parte de la pared y se funde con el cielo raso.
Así sea medio siglo después, le agradezco públicamente a Germán Samper Gnecco (el arquitecto encargado del diseño en la firma Esguerra, Sáenz y Samper) por haberle dado a la ciudad un espacio cultural tan singular, donde se hace más que evidente que la buena música y la buena arquitectura son hermanas. O, al menos, primas hermanas.
*Las opiniones expresadas por el columnista no representan necesariamente las de PUBLIMETRO Colombia S.A.S.
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