Entre las escasas cosas por mí disfrutadas durante mis años iniciales como alumno del Gimnasio del Norte no olvido la contemplación embelesada de las abundantes abejitas que sobrevolaban sus predios, entonces ubicados en Toberín, cerca de la desaparecida Voz de la Víctor y del otrora llamado Tercer Puente.
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Con algunos condiscípulos compartíamos una vocación temprana de entomólogos. Debido a ello merodeábamos los dientes de león de la zona, recipientes de vidrio en mano, para atraparlas por unos instantes y estudiar su conducta. No pocas veces y con absoluta justicia nos picaron. Algo parecido hacíamos con los miles de cucarroncitos que en mayo zumbaban al unísono. Les decíamos ‘Mayitos’ y los agarrábamos por manotadas. Crueldades que nos permitíamos de pequeños y que hoy mi animalismo condenaría.
Explico tanta nostalgia: las abejas se nos están extinguiendo, en el marco de aquello bautizado por la historia como “el trastorno del colapso de las colonias”, cuando en 2006 infinidad de abejas obreras en Norteamérica comenzaron a desertar de sus habitáculos.
Como los colibrís, mariposas monarcas y murciélagos, aunque incluso en mayor grado, estas trabajadoras enlistadas en la fuerza aérea natural contribuyen irremplazablemente al ecosistema. Al favorecer la polinización, el verde prolifera como es debido, se evitan erosiones, escaseces de aguas y demás plagas posmodernas.
Desde la cándida Maya y su amigo Willie, hasta los dramas ‘gore’ de José Miel, sin olvidar a la extinta abejita Conavi y a los innumerables ‘abejas’ pobladores de nuestro suelo, esta depredadora humanidad ha cohabitado en relativa paz con dichas creaturas. Pero, de proseguir la tendencia, las pobres nos abandonarán al cabo de tres o cuatro décadas. El mérito es atribuible a los pesticidas, plaguicidas, herbicidas y agroquímicos tóxicos asperjados en cultivos, con el egoísta propósito de exterminar cuanto insecto se interponga entre nuestra codicia y nosotros. Tales sustancias alteran sus sistemas nerviosos hasta el grado de hacerles olvidar la ruta de vuelta. El calentamiento global también ayuda, además de algunas plantaciones de soya transgénica, cuyo crecimiento demanda el empleo de dichas sustancias. La ironía radica en que la agricultura planetaria depende en un 70% de las abejas.
Una colonia promedio de abejas está conformada por alrededor de 400 ejemplares regidos por su soberana. Las obreras van en pos de alimentos. Los soldados hacen seguimiento oportuno a todos los ingresos y egresos a la comunidad y alertan ante cualquier brote de invasión. Las nodrizas se ocupan de las crías, mientras los zánganos se consagran con disciplina de sementales a fecundar a su primera mandataria, lo que demuestra que la presencia de estos especímenes en el mundo no es, como todos prejuzgan, inútil. Ya con su prole rodeándola, la reina elige quién habrá de ocupar su trono. Un modelo organizacional digno de replicar.
Albert Einstein aludió a la desaparición de las abejas como el campanazo inicial para el epílogo del hombre. Apocalipsis aparte, duele pensar que en un muy próximo futuro no podamos contemplarlas en 3D, sino a través del video de Blind Melon o de los cromos del álbum de Jet, tal como le aconteció al bellísimo patico zambullidor bogotano. Quizás aún podamos evitarlo, manifestándonos con los debidos enojo e insistencia contra aquellas costumbres que comprometen su vida. Quieran el destino y nosotros mismos que no sumemos un descrédito más para nuestra especie.
*Las opiniones expresadas por el columnista no representan necesariamente las de PUBLIMETRO Colombia S.A.S.