Opinión

Antropocentrismos

Desde que nací, el armagedón, apocalipsis, día del juicio o fin de cuanto existe nos ha dejado metidos en innumerables oportunidades. No obstante, los asomos recientes de achicharramiento planetario por cuenta del astro rey y las políticas pseudourbanísticas planteadas en fechas recientes me han hecho verlo próximo.

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De años atrás los habitantes de estas tierras hemos ido familiarizándonos con el término ‘densificación’, eufemismo para aludir en jerga de tecnócratas al hacinamiento controlado. Así, presuntos genios de la administración pública con la bandera del neoliberalismo empuñada en una de sus manos y la del antropocentrismo en la otra, defienden a viva lágrima las necesidades habitacionales de millones de familias e individuos cuya existencia irá inevitablemente legándonos su imborrable aporte a la superpoblación planetaria.

En concordancia con la agenda actual de debates, ‘trending-topics’ y chismorreos, admito haber participado en toda suerte de conversatorios, discusiones y coloquios de cafetería al respecto. Un sondeo informal en relación con diversas opiniones apunta de manera casi unánime al imperativo de encontrar maneras para que las grandes urbes sigan su curso expansivo de la forma menos desastrosa posible. Muy a tono con semejantes goyenechismos, tal como lo señaló el bueno de don Víctor Solano, deberíamos ir pavimentando el Magdalena para levantar la troncal del trópico. ¡Eso es infraestructura!
Según lo que muchos de mis contertulios han expresado, amparados en la vigencia del precepto bíblico de “crecer y multiplicarnos” –y en esto hago una cita literal– “la gente necesita dónde vivir”. Sin adentrarme en honduras teológicas, humanistas, ateas o misántropas, y más allá de convicciones personales, partiré de la premisa de tomar estos versículos cumplidos con tanta disciplina por nuestros conciudadanos cual si vinieran de los sagrados labios del Altísimo.

El día en que Yahvé pronunció aquella famosa frase de “sean fructíferos y háganse muchos”, lo hizo ante Eva y Adán. En términos matemáticos lo anterior implicaba que –sin contar al resto de animales– este par de ancestros nuestros disponía de un área continental de 148.647.000 kilómetros cuadrados para ellos dos solos. El asunto de la demografía no era preocupación en tiempos del Antiguo Testamento.
La posición sensata es la siguiente: ¿qué tal si en lugar de seguir apilando ladrillos para dar espacio al flagelo reproductivo con el que la humanidad se empecina en destrozar lo poco que nos queda nos remitiéramos a la raíz? Quizá mejor si los recursos que hoy planeamos destinar a la depredación de los escasos espacios verdes sobrevivientes y al trazado de autopistas y ciudadelas por entre humedales, soportaran una política seria de control demográfico que frenara esa expansión geométrica cuya consecuencia natural –a la vuelta de algunas décadas– será la autodestrucción.

A cada pueblo le asiste el derecho a tragarse su repertorio nacional de mentiras colectivas. Pero creerse que lo urbanístico se reduce a comprar articulados y edificar avenidas es simplista. Lo digo con el más absoluto respeto… Resulta más práctico y sostenible organizar brigadas preventivas de vasectomía y anticoncepción que andar pensando en ‘densificaciones’. Albergo la esperanza de que algún día la Tierra se desquite por tanto abuso y organice su propia medida apocalíptica de control poblacional. Porque lo cierto es que mientras sigamos creyéndonos el núcleo de cuanto existe, continuaremos esculpiéndonos nuestro vergonzoso epitafio como especie, y con nosotros arrastraremos a las demás.

 

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