No sé en el resto del planeta, pero dentro de Colombia la figura de ‘burócrata’, entendida como funcionario público, pareciera sinónimo de dificultador. De barrera interpuesta entre la humanidad y su bienestar. Excluyo a los burócratas cuyas acciones desmientan el estereotipo. He conocido muchos con espíritus nobles, intenciones justas e incluso cumplidores de sus tareas, aun cuando sigan pareciéndome minoritarios.
La de burócrata pareciera vocación. Pienso, por ejemplo, que los monitores de ruta escolar son pichones de burócratas avalados por las esferas encumbradas del poder colegial para castigarnos con calvazos, cambios dictatoriales de emisora y decomisos de alimentos y juguetes, entre otros atropellos.
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Existen características inherentes al burócrata arquetípico… a la vez servil, inoperante y tiránico. Un biotipo ideal: lengua kilométrica para lamer suelas y glúteos de superiores, escupir subalternos, humillar ciudadanos, excusar incompetencias y esparcir intrigas. Rodillas flexibles para doblegarse… y hacer cuanto al caso venga. Una mano presta a empuñar el látigo y la otra a lustrar el calzado de directores o gerentes. Un verdadero burócrata precisará destrezas histriónicas para sobreactuarse al demostrar compromiso y trabajo indoblegables.
Todo burócrata serio hace difícil lo fácil e imposible lo posible. Como Trino Epaminondas Tuta, tiene sus labios redondeados, pero “de decir ‘NO’”. Reducirá la existencia a un cuadro de Excel. Su premisa: apegarse a manuales de funciones y sistemas de control de calidad antes que a la lógica, la agilidad, la humanidad o la justicia. Profesará pánico a las certificaciones ISO 9000, metodologías de medición inventadas por burócratas homólogos suyos que trabajan del otro lado para devaluar o avalar colegas.
Al final les compadezco. El burócrata yace confinado al cerco modular de dry-wall que un frívolo aparato laboral supo tenderle en derredor. A la misión, la visión, la eficiencia, la eficacia, los planes de acción y a toda aquella terminología corporativa tan tontarrona, a cuyo aprendizaje se ve expuesto en sesiones express de catecismo ejecutivo con características de lavados cerebrales por tortura intelectual denominadas ‘capacitaciones’.
De ahí que anquilosamiento y fobia a renovar sean dolencias por las que los burócratas promedio consultan con asiduidad las Administradoras de Riesgos Profesionales. Sus condiciones suelen ser malas y las remuneraciones, precarias. La naturaleza paquidérmica y las medidas de control –aunque extremas, tristemente razonables en un contexto como el nuestro– hacen de la gestión en ámbitos públicos una hazaña. La inestabilidad propia de nuestra superestructura estatal o distrital entorpecen el ya fangoso panorama.
Justo admitir que la burocracia no constituye una epidemia exclusiva del sonado sector público. Esquemas no tan distintos se reproducen en estamentos de todo tipo. Los administradores de edificios son burócratas domésticos. Las academias de la lengua, legionarias dictatoriales de la burocracia idiomática.
Que la suerte nos libre de hacernos o de rodearnos de burócratas. Pero –en el indeseable caso de que ocurra– bueno es saberlo: la burocracia no consiente amistades. Tampoco animadversiones. Sólo ‘alianzas’. Psicorrigidez y descorazonamiento suelen ser prerrequisitos para el éxito y la supervivencia. La burocracia es adictiva. Eso explica las recaídas de tantos. Nada más temible para un burócrata que las visitas de las ‘ías’. Si no sabes qué es una ‘ía’ es porque nunca has sido burócrata. Y el más importante: los vicios burocráticos son altamente contagiosos, y casi por regla incurables. Todos, por tanto, estamos en riesgo. Colombiano de bien: ¡protégete!
Las opiniones expresadas por el columnista no representan necesariamente las de PUBLIMETRO Colombia S.A.S.