Ibarra

Por: Nicolás Samper C. / @udsnoexisten

Esa mañana del 20 de septiembre de 1998 Luis Ibarra se levantó nervioso. Aunque sabía que no iba a ser el arquero titular del Club Atlético Tigre, estaba concentrado con sus demás compañeros para un duelo contra Atlanta. Le pidió permiso a su entrenador para ausentarse un rato: la promesa fue que llegaría minutos antes del partido para ocupar su puesto en el banco si lo dejaban ir a arreglar algunos asuntos caseros. Y claro, cómo negarse a dar el permiso, si Ibarra jamás había fallado nunca.

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Faltaba poco para comenzar el encuentro e Ibarra no aparecía por ninguna parte, así que Tigre debió arrancar sin portero de relevo. Todo era muy raro. Ibarra no fallaba nunca. Algo realmente importante debió atrasarlo, pensaban sus coequiperos que además recordaban haberlo sentido ausente y melancólico en los últimos tiempos. Es que los golpes de la vida lo tenían noqueado a Ibarra: su padre se había suicidado hacía poco tiempo y su madre estaba gravemente enferma. Pero igual en el estadio de Atlanta había que jugar un partido de fútbol.

Así, en medio de la incertidumbre, Tigre saltó al campo de juego con un profundo signo de interrogación en la cabeza en la mente de los 11 titulares y los suplentes porque una silla estaba vacía sin explicaciones. Ahí estaba el puesto libre de Ibarra. ¿Y qué pasa si el arquero titular se lesiona? ¿Qué hacemos? pensaba Alberto Pascutti, el DT que, además de lidiar con esa contingencia, también tenía que dar indicaciones a sus dirigidos y planear cómo sacar un buen resultado de una cancha frecuentemente complicada.

Resultó un partidazo: terminó 2-2, pero pudo ser 3-3 o 5-5. Tigre conseguía la misión para la que se habían mentalizado: robarse un punto. En ese instante igual faltaba un hombre para celebrar en la mitad de la cancha. Luis Ibarra no llegó nunca a la cita y había incumplido la promesa de estar allá, con los demás, poniendo el lomo ante las circunstancias. Juan Carlos Kopriva –mítico jugador de Tigre y capitán– se derrumbó en el césped embarrado cuando un ayudante de campo le dijo algo al oído. Todos se acercaron a Kopriva y el volante apenas acertó a decir que Ibarra había llegado a su hogar y discutió con su esposa, aún triste porque la pareja había perdido un bebé hacía poco tiempo.

Ibarra, en medio de la pelea, sacó a las dos hijas del matrimonio, de uno y tres años, del apartamento ubicado en el décimo piso, las metió dentro del ascensor y oprimió el botón del piso uno. Mientras las puertas del elevador se abrían en la recepción y el conserje, aterrado, iba a proteger a las niñas, Ibarra estrangulaba a su mujer con un cinturón. Cuando el celador iba a llamar al citófono para avisar que las pequeñas estaban fuera de su hogar, se oyó un golpe seco en el pavimento: era Ibarra, que no pudo lidiar con sus propios demonios. Dejó una carta en la que pedía perdón a su familia porque por primera vez había fallado.

*Las opiniones expresadas por el columnista no representan necesariamente las de PUBLIMETRO Colombia S.A.S.

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