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Algo acerca del grafiti

Soy un entusiasta de las llamadas artes vivas, del arte conceptual, de que el arte salga de los museos, que se tome los espacios públicos de las ciudades. También considero fundamental que el arte se cuestione a sí mismo de manera permanente, como lo viene haciendo desde hace unos cien años. Por otro lado, también soy un defensor de la libre expresión.

Todo lo anterior, para que se sepa desde qué orilla parte esta reflexión sobre un fenómeno que se adueñó por completo de Bogotá. No es una frase retórica. Camino por muchos sectores de la ciudad. Diferentes estratos, diferentes grados de conservación y deterioro y en todos, casi sin excepción (si acaso embajadas, instalaciones militares, edificios muy vigilados) está presente el grafiti. ¿El grafiti es arte o es vandalismo?

Vamos a partir de la premisa de que la ciudad es –o debería ser– una obra de arte. No en vano se dice que la arquitectura es una de las siete artes clásicas. Va uno a ver y el 75% de la arquitectura del 90% de las ciudades del mundo es desde anodina y mediocre hasta francamente esperpéntica.

Uno, como ciudadano, debe aguantarse la arquitectura que le toque en suerte. Porque, más allá de seguir ciertas normas sobre usos, alturas y aislamientos, el arquitecto y el constructor diseñan lo que quieren. Los londinenses, por ejemplo, deben ver todos los días el edificio en forma de colorete, de pepino, que diseñó sir Norman Foster, al lado de la cúpula de la catedral de San Pablo. Quienes odian esa construcción, que son muchos, podrían considerar un acto vandálico haber hecho ese edificio, y precisamente ahí.

Del arte exhibido en las calles podría decirse lo mismo. Desde las estatuas y esculturas de artistas reconocidos como Botero hasta los murales como los que hace unas semanas inauguró el exalcalde Gustavo Petro. Hay quienes las aman, a quienes les son indiferentes y quienes las odian.

Parafraseando al alcalde Peñalosa, “con el grafiti en la práctica pasa lo mismo”. En los años ochenta uno de los orgullos tácitos de los bogotanos eran los grafitis de textos que hicieron personajes como Keshava y Álvaro Moreno, por solo citar dos que conozco, y que dejaron frases para la posteridad. “Mi abuelita le dijo no a la droga y se murió”. “Inextra me convirtió en lavadora: Platón”.

Hoy ese tipo de grafiti ha desaparecido. Lo que más se ve son garabatos, escudos de equipos de fútbol, consignas políticas carentes de ingenio o de humor y frases agresivas. La gran mayoría de los habitantes de la ciudad desaprueban ese tipo de expresiones artísticas y de libertad ciudadana, y más cuando aparecen en muros, puertas y ventanas de sus casas y negocios.

De la misma manera que a mí nadie me obliga a tener en la sala de mi casa un cuadro que no me gusta, no veo por qué las personas deban aceptar que, a nombre del arte y la libertad de expresión, les pinten las fachadas de sus casas con motivos y colores que ellos no tuvieron siquiera la posibilidad de discutir con el artista.

La respuesta al gran dilema que plantea el grafiti ha sido: “Regúlenlo”. Pero, si se regula el grafiti, ¿no pierde su verdadera razón de ser, que es ser un acto clandestino? No tengo respuestas claras sobre que se deba o no hacer con los grafiteros. Eso sí, espero que no vuelvan a asesinarlos.

*Las opiniones expresadas por el columnista no representan necesariamente las de PUBLIMETRO Colombia S.A.S.

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