“Lo que no me gusta de esto es que no aprendo casi tanto”. Fue la primer respuesta que me dio Camilo Martínez, el hijo del medio entre tres varones, cuando le pregunté qué le gustaba y qué no le gustaba de la educación virtual. Camilo cursa sexto grado en el Colegio Distrital José Celestino Mutis de Mochuelo Bajo, en Ciudad Bolívar.
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La casa de Camilo y su familia es particular. Se trata de una finca ganadera a la que se llega en carro en un viajecito de 10 minutos desde la avenida Boyacá. Su casa colinda con el relleno sanitario Doña Juana, en el sur de Bogotá, que la bordea con un impresionante muro de contención de decenas de metros de alto que evita, básicamente, que toda la basura caiga sobre su casa. Con Camilo viven dos hermanos y dos sobrinas, también pequeñas, estudiantes de primaria de la escuela de Mochuelo Alto, a unas cuadras de su casa.
“Es un internet que cuesta 110.000 pesos mensuales, y esta es una familia pobre. El esfuerzo de los padres es muy grande”: Samuel Aya, líder comunitario en Mochuelo Alto
La mayor de las niñas, Karen Silva, me muestra una tableta protegida con una silicona roja que recibió en calidad de préstamo en su escuela. “Ahí es donde estudio. No tengo celular. Pero aquí descargo las guías en PDF y veo algunas clases en Zoom. Nos dan plazo para enviar las tareas” explica tímidamente.
Hoy, estos cinco niños pueden estudiar. En su casa hay una nueva conexión a internet que les ha hecho la vida más fácil, pero “es un internet que cuesta 110.000 pesos mensuales, y esta es una familia pobre. El esfuerzo de los padres es muy grande”, me explica Samuel Aya, líder comunitario en Mochuelo Alto, mientras hace énfasis en otro de los problemas de la casa: no hay buena conexión eléctrica.
“Si se abre la llave de la ducha, no se puede encender el computador. Para encender un bombillo por la noche y que alumbre correctamente, se debe apagar todo lo demás, pero el televisor funciona todo el tiempo sin problema. Tienen una lavadora guardada hace tiempo porque no funciona. Todo parece indicar que es un problema de conexión. Todos los vecinos reciben su energía con buena potencia, pero la casa de la familia Martínez no”, cuenta Aya.
Pero hace un mes, la realidad era distinta. En este punto de Bogotá, que está rodeado por colinas de ensueño llenas de flores lavanda, por donde las vacas se pasean con completa libertad y el viento frío que recoge la humedad del páramo más grande del mundo pega fuerte en las mejillas, depositando el frío hasta en los huesos, no existe la señal de celular. “Nos tocaba subir la montañita, subir a coger señal. Solo funciona la señal de Claro”, me explica, de nuevo tímidamente, Carlos Daniel, el menor de los Martínez que está en quinto y sueña con ser odontólogo.
Hace un mes no se podían descargar los archivos que traen consigo las guías de clase. Y si no se podían descargar los archivos, mucho menos se podía participar de las clases por videollamada. “Entonces, le toca a uno no ver clase, se pierde la clase”, sentencia Carlos, mientras alza los hombros y desvía su mirada al horizonte.
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A Carlos Daniel y a sus hermanos los interrogo sobre qué es lo que aprenden cuando se estudia por WhatsApp. Se miran, y ninguno me sabe dar respuesta. “Cómo hacen con clases que son presenciales como Educación Física”, pregunto. “Nada, yo estoy aprendiendo sobre hockey”, me cuenta Carlos y suelta la carcajada.
Y es que la pandemia ha desnudado la realidad de la conectividad en Colombia. Según cifras de la Unesco, cerca de 156 millones de jóvenes estudiantes en Latinoamérica se han visto afectados por la contingencia generada por la COVID-19. En Colombia, según el Dane, menos del 10% de los niños que viven en zonas rurales tiene un computador que les permita ver clase, y más de la mitad de los estudiantes de primaria y secundaria en todo el país no tienen acceso a internet. Como es de suponer, Mochuelo Alto, al sur de Bogotá, no es la excepción.
Estas cifras han puesto sobre la mesa la dificultad de los niños de escasos recursos o de zonas apartadas para acceder a una educación de calidad, por lo menos de forma virtual. “Tengo la fortuna de pagar educación privada a mi hija, y la verdad, la diferencia en la calidad se nota. Los papás de esos niños son trabajadores del campo, si no trabajan, no pueden hacer el esfuerzo de pagar internet. A qué hora se van a sentar a explicarle algo a esos niños si ellos mismos tampoco lo entienden”, comenta Aya.
La Alcaldía de Bogotá anunció que desde octubre muchos estudiantes podrían regresar de forma presencial a clases. “A mi hija ya le dijeron que si quería volver, lo podría hacer, pero yo digo que no, me da miedo, yo no la voy a mandar al colegio”, sentencia Carmenza, la abuela de Karen.
Mientras tanto los cinco niños de la casa de los Martínez seguirán repartiendo su tiempo entre arrear chivos, cuidar gallinas y enviar tareas por WhatsApp de las que dicen no entender mucho, pero cumplen con enviarlas. En medio de esos quehaceres siguen soñando con la posibilidad de ser odontólogos, un chefs o veterinarios y descubrir lo que hay más allá del muro que el relleno y la falta de acceso les impide ver.
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