El 23 de abril de 2018 la escuela rural de Puerto Bello perdió a tres de sus alumnas cuando los niños se subían a los botes para volver por río a sus aldeas en el departamento colombiano de Putumayo.
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Ese día las tres muchachas, de entre 14 y 16 años, salieron corriendo hacia la selva donde las esperaban disidentes de las Farc. Ese día fueron reclutadas.
Su vacío todavía se nota en esta escuelita rural que constituye la única presencia del Estado colombiano en Puerto Bello, un caserío rodeado de terreno minado al que sólo se puede llegar por río o caminando durante horas por la selva del Putumayo, en la frontera con Ecuador.
«El 23 de abril, para ser exactos, se fueron tres estudiantes a las FARC. El Gobierno dice que son disidencias pero ellos dicen que son FARC», afirma a Efe Lubino Castro, que como todos en el caserío evita hablar delante de cámaras.
Castro, de 30 años, vive desde hace once en este remoto pueblo y daba clase a las tres alumnas porque es uno de los seis profesores de la escuela, es decir, el 16 % del Estado en Puerto Bello.
Las consecuencias del reclutamiento forzado de menores se sienten más allá de las aulas porque el fenómeno produce un efecto disuasorio en el resto de alumnos y en sus familias, que acaban abandonando la región por temor a que un día les ocurra a ellos.
«Empezamos unos 140 en el colegio como tal, en el internado iniciamos 55, y terminamos 27-30 internos. Los papás se los iban llevando. En el colegio quedó casi la mitad. ¿Quién iba a dejar a sus hijos acá?», se pregunta Amalia Cortés, una afrocolombiana de enorme sonrisa que cuida a los niños del internado en Puerto Bello.
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En el trayecto fluvial que lleva al caserío se ven plantaciones de coca en los márgenes; en el embarcadero, los bidones vacíos en los que es transportada la gasolina usada para convertir la hoja en cocaína.
«En esta zona hay una sola manera de entrada de plata, el cultivo de hoja de coca», afirma el campesino Manuel Trespalacios.
«La economía que tenemos sigue siendo la bendita coca para nosotros. Porque ha sido una bendición, quien le da la comida a uno por supuesto que es una bendición», dice Fermín Estrella, nombre ficticio de un campesino cocalero.
Tras la salida de las FARC de la zona después de la firma del acuerdo de paz con el Gobierno, en noviembre de 2016, llegaron otros grupos armados dedicados a la droga, desde disidencias de la guerrilla hasta otros que no se sabe bien quiénes son.
En Puerto Bello los llaman, simplemente, «la mafia».
Estos grupos han cambiado las dinámicas del reclutamiento: si los disidentes buscan menores, las bandas de narcotraficantes buscan jóvenes, preferiblemente que hayan prestado servicio militar o que sepan empuñar un fusil.
De las tres niñas que «se volaron» a la guerrilla en 2018 sólo una regresó, herida en un combate en el vecino departamento del Caquetá.
Para las familias, que su hijo reclutado vuelva a casa es otro problema porque se verán forzadas al desplazamiento.
«Hubo un niño que se fue para la guerrilla, pero como a los quince días se les voló. Y entonces cuando llega a su casa la familia tiene que irse. Si cogen a la familia, que les ayudó a volarse o algo…», explica el rector del colegio, Gilberto Cortés Ospina, y prefiere no acabar la frase.
Cortés se atrevió a denunciar el reclutamiento y ahora paga las consecuencias: fue amenazado por las disidencias y sabe que si vuelven al pueblo él tendrá que marcharse.
Tras la denuncia del rector intervino el Ejército, los disidentes de las FARC se marcharon y su espacio lo ocuparon otros grupos, los que llaman «la mafia».
Por eso, Lubino Castro cree que «paz, paz… como tal, no hay», porque estos grupos continúan dictando normas, controlando quién entra y quién sale, penetrando, en definitiva, en la vida diaria de la comunidad.
«Lo que hay son grupos que están en el negocio del narcotráfico. Lo que hacen es ocupar el territorio donde los campesinos no tienen de qué vivir para aprovecharse de ellos y que produzcan la base de coca para ellos hacer negocios», explica elocuente Cortés.
Por eso, el rector cree que «los que no quisieron desmovilizarse fueron aquellos a los que les parecía mejor seguir con el narcotráfico que tenían las FARC y rechazar las ayudas del Gobierno».
El dinero fácil es un argumento más persuasivo para atraer a los menores que amenazar con un fusil.
«Los muchachos del sector rural muchas veces no miran otras opciones de vida. Miran la guerrilla y les parece como bueno por lo que ven, pero eso no es el fondo de lo que pasa», agrega.
Para contrarrestar la influencia de los grupos armados, el rector trata de convencer a sus alumnos de que no se enrolen en sus filas.
«He llenado tablones explicándoles las consecuencias que tiene irse a un grupo armado ilegal. Les explico todo lo que pasa. Les cuento que sus padres les tienen los alimentos, su casa… que, pobremente, pero viven bien», resume cansado.
Pero poco pudo hacer con las tres niñas a las que ya habían persuadido: «Las estaban esperando», dice.