Desde los ocho años, cuando aún era niño, Paula empezó a sentir atracción por las prendas femeninas que usaba su hermanita. Los vestidos largos, medias de encajes y zapaticos de charol le llamaban la atención, aunque sabía que era ropa que no usaban los hombres.
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Pero solo fue consciente de su gusto por las cosas que socialmente usa el sexo femenino hasta que su papá, como castigo, los amenazó a él y a sus otros hermanos hombres con sacarlos a la calle con ropa de niña y él lo sintió como un premio.
“Cuando era chiquita, a mí no me gustaba jugar ni con carros ni con esas cosas. Pero cuando mi papá me amenazaba con sacarme a la calle en vestido, yo decía: ‘Tan chévere, tan interesante’”, contó Paula.
Con el tiempo empezó a fluir el género. “Ya me veía muy amanerado y empezó el matoneo”, recordó.
Los siguientes años que vivió Paula, en plena adolescencia, fueron como un infierno para ella, ya que empezaba a reconocerse como una mujer, pero las burlas aumentaban. Esto la llevó a tomar la decisión de no terminar el colegio. Sin embargo, lo que vendría tampoco sería fácil, porque al cumplir los 18 años se encontró con otra barrera: las burlas en el trabajo.
“Mi primera ‘trepada’ fue a los 18 años. Trepada le decimos cuando uno se maquilla, se pone los tacones y se viste súpersexy. Pero a esa misma edad me tocó empezar a trabajar para ayudar a mi mamá, que se quedó sola con sus cinco hijos”, manifestó.
Para ese momento, ya Paula había empezado su cambio físico. “Aprendí a maquillarme con el método de prueba y error… Luego me dejé crecer el cabello, me depilaba el cuerpo y empezó mi físico a tornarse andrógino”. Pero volvieron las burlas en el trabajo. “No lograba permanecer en un trabajo más de tres meses. Tuve miles de trabajos en esos años”.
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Hasta que volvió al clóset
“Si algún día me ven de chico y luego de chica, no me van a reconocer”, dijo Paula, quien se reservó su nombre de nacimiento.
Asegura que esa decisión la tomó para poder tener un trabajo estable. Por eso se cortó el cabello y sale a la calle con gorras para ir a trabajar en lo que aprendió empíricamente: ser técnico en computadores y telecomunicaciones, un trabajo que generalmente es desempeñado por hombres.
“Todos los inconvenientes que se me presentaron por mi apariencia. Esto, sumado a que no había terminado el colegio, hicieron que regresara al clóset. Por eso me dejé de depilar las cejas, me dejé de vestir como mujer, y encontré trabajo rápidamente”.
Finalmente, Paula logró encontrar un equilibrio en su vida cuando conoció la Mansión de Carmen, un sitio que estuvo ubicado durante muchos años en el tradicional barrio Siete de Agosto, en Bogotá. “En la Mansión de Carmen, uno podía ir, ‘treparse’, quedarse toda la noche en el bar y vivir una experiencia como una niña”, dijo.
Desde entonces, Paula vive una doble vida. Una como hombre y otra como mujer.
“Es muy fácil, depende de cómo amanezco, decido si ser un hombre o una mujer”.
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