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La tierra donde el milagro floreció: 20 años del terremoto en el Eje Cafetero

Han pasado dos décadas de uno de los peores desastres naturales de la historia reciente de Colombia. Así fue la tragedia desde adentro

(GERMAN ENCISO/EFE)

De repente empezó a escucharse un rugido muy fuerte. La señal de televisión comenzó a desvanecerse, y el espejo de la habitación a golpearse contra la pared, como si estuviera en un barco. En ese momento los recuerdos dejan de ser claros, hasta que la adrenalina baja, llega la calma, y la conciencia vuelve con más claridad.

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Hasta ahí todo parecía normal. Un temblor más, un nuevo susto. Mi mamá siempre tuvo por costumbre tener radios de pilas en la casa. Recuerdo que uno de esos lo utilizaba yo para escuchar mientras dormía. Muchas veces me llamaron la atención porque en mi afición nocturna dejaba la radio sin baterías. Pero ese día, ese 25 de enero, varios vecinos de la calle en la que vivíamos se reunieron en torno al radio de pilas de mi mamá.

Desde que tengo memoria, mi mamá fue seguidora de Juan Gossaín, hasta su retiro en 2010. Ese día fue él quien se encargó de dejarnos clara la noticia: Armenia estaba casi destruida, no había autoridad, no se tenía nada claro, la comunicación era difícil, pero lo cierto era que acababa de ocurrir un terremoto. A partir de ahí todo fue miedo.

Mi papá, que estaba en una finca a las afueras de Armenia, cuenta que escuchó un rugir muy fuerte. Se asomó, y pudo ver cómo se movían fuertemente los cafetales a la distancia. Tuvo tiempo de salir a un lugar despejado y esperar el momento. Sin forma de comunicarse con nuestra casa, y después de haber escuchado la noticia también por radio, partió de inmediato a donde vivíamos, al sur de Armenia.

En menos de una hora, helicópteros y ambulancias procedentes del norte del Valle del Cauca empezaron a pasar. Mi papá llegó en su bicicleta, y su expresión lo decía todo. Venía pálido, con cara de haber hecho un esfuerzo sobrenatural por llegar pronto. Juntos en torno al radio, esperábamos el momento en que él asomara por la esquina, dando pedal. Seguramente habrá sido cosa de una hora, pero para nosotros fue una eternidad. Cuando se bajó de la bici, miró a mi mamá y la abrazó: “En la calle no hay sino muertos”, dijo.

En mi memoria solo hay momentos de oscuridad. No había energía, no había agua, no había teléfono. La madrugada del 26 de enero fue eterna. Por el miedo, pusimos dos colchones al lado de la puerta de mi casa, donde, por fortuna, no ocurrió nada grave, y pasamos la noche mirando al techo oscuro y escuchando la emisora que, una tras otra, repetía la lista de personas fallecidas que se actualizaba cada tanto. Solo un helicóptero, que pasó bien entrada la noche, interrumpió ese momento de solemnidad desvelada. Mi hermana pasó por encima de nosotros de un solo brinco, porque confundió el sonido del helicóptero con un nuevo temblor. Nos reímos, pero pronto regresamos al mismo ritual solemne.

Tampoco comimos. Solo reinaban los nervios. Nunca en toda mi niñez pasé tantas horas en la calle. No existía en mi cabeza la posibilidad de entrar a mi casa. ¿Y si volvía a temblar? ¿Y si me agarraba un nuevo terremoto ahí dentro? Ya habían pasado varias réplicas y no me quería arriesgar. La mañana del siguiente día tuvo otro ritmo. Decenas de familias llegaron al barrio, arrendando casas donde fácilmente podían acomodarse cuatro familias, dada la situación. Eran personas que habían sobrevivido, logrado rescatar unos pocos enseres y encontrado un refugio temporal.

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El tendero de la esquina se vio obligado a racionar todo el inventario. A todos les vendía lo mismo, en las mismas cantidades. Si un vecino había conseguido comprar una libra de arroz, en adelante solo se vendería la misma cantidad al siguiente cliente, y así sucesivamente.

Los días fueron pasando, y la tragedia fue tomando su dinámica. La noche llegaba con fogatas comunales que ardían con el combustible de las llantas viejas, nadie apagaba el radio porque era la única forma de enterarse de lo que sucedía. Cada vecino que aparecía llegaba con nuevas historias fantásticas de lo que había visto o escuchado en una visita a algún rincón del Quindío, y los vándalos aparecían cada vez de forma más frecuente a enfrentarse con los grupos de seguridad vecinales.

Rápidamente, Armenia empezó a llenarse de albergues temporales. Era usual, días después, circular por cualquier avenida y encontrarse con casas hechas de cuanto había sobrado de las viejas construcciones colapsadas. Las ayudas nos saciaron a todos con comidas de todo el mundo, bolsas y enlatados que muchas veces, solo al abrirlos comprendíamos qué tenían dentro porque venían descritos en alemán, o en chino, quizás.

En el Quindío se convirtió en costumbre caminar zigzagueando por las aceras de las pocas calles del centro que estaban abiertas al público. Cientos de guaduas hicieron las veces de columnas, que sostuvieron por meses los muchos edificios colapsados a punto de tocar tierra.

Además, en conversaciones casuales en la calle, aquellas en las que dos conocidos se encontraban, y reconocían que habían sobrevivido, que sus familias estaban bien, que no sabían nada de fulano desde el terremoto, había que buscar descanso en cualquier muro, algo que sirviera para descansar el cuerpo y amenizar la charla que seguramente iba para largo. En ese momento, todos, por instinto de supervivencia, hacíamos una inspección rigurosa del estado de la edificación, para asegurarnos de que fuera estable, o si no, podríamos ayudar por algunos minutos, a sostener un edificio que dudaba entre caer o no.

El terremoto nos cambió. Por años vimos una cantidad inconcebible de predios baldíos, que de a poco se fueron convirtiendo en modernas edificaciones. El país volcó su mirada hacia el centro del país y el turismo emergió para dinamizar la economía. De pronto, tras un par de años, los niños pasamos de estudiar en carpas a salones nuevos y modernos. Los albergues desaparecieron de a poco, florecían todos los días nuevos barrios y durante casi una década Armenia vivió un ritmo frenético de la construcción.

Hoy el Quindío vive una profunda crisis política, una fuerte recesión económica que por varios años ha tenido a su capital entre las primeras ciudades con más desempleo. Quizás se esté viviendo un coletazo, un recuerdo de esa crisis que dejó el terremoto. Pero lo único que no cambia es que cada 25 de enero, a la 1:19 minutos de la tarde, todos los que vivimos esa tragedia miramos el reloj, y sentimos un frío que nos recorre el pecho, unos nervios como los de aquella vez, y revivimos las escenas, los sonidos, los olores, las angustias, la oscuridad, la desesperanza, como si la tierra se hubiera movido ayer. Pero recordamos que, a pesar de las dificultades, reconstruimos una vida en tiempo récord, reconstruimos toda una sociedad, volvimos a vivir la vida, y tenemos la fortuna de contar la historia de la tierra donde el milagro floreció.

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