En tiempos de reivindicación de luchas feministas, de mujeres jóvenes que protestan por sus derechos, siempre me ha llamado la atención el activismo que han hecho mujeres desde siempre. Esa lucha que vivieron nuestras mamás y abuelas por ser mujeres empoderadas pese a los golpes de la vida, pese a los golpes de los hombres, pese a los golpes de la guerra.
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Desde la academia se habla mucho de lo que significan hoy las luchas feministas, las adolescentes han creado movimientos y se han teñido los pelos (todos), literalmente para demostrar que como mujeres somos libres y dueñas de nuestros cuerpos, de nuestras luchas personales y tenemos el derecho de salir a gritarlo. Antes no era así.
Las luchas feministas nos siempre estuvieron bajo esa etiqueta… Muchas mujeres las dieron sin saber que estaban cabalgando hacia la revolución femenina. No sé todo sobre el activismo que dan mis congéneres, pero sé que lo ganado hoy, han sido luchas perdidas de muchas. Sin embargo, una historia me ha conmovido más y me ha hecho pensar que mis dramas personales no son nada en comparación con los de las víctimas de guerra.
La conocí en Cartagena mientras amarraba turbantes a niñas de Bolívar, Atlántico y La Guajira. Es una abuela formidable, empoderada de su ropa caribeña y con sonrisa que solo inspira respeto y ternura.
Me la presentaron en una de las escuelas de formación que organiza la Cumbre de Mujeres y Paz y me dijeron que su historia era para escribir un libro. Si yo lo escribiera se llamaría “El día que nació la resiliencia… El día que nació la ‘Mama grande’”.
Es una mujer de máximo 1.55 centímetros de estatura. Fresca al caminar… Con un contoneo de caderas que me daban ganas de imitar… No flotaba, pero sí parecía que se deslizaba, que la vida no le pesaba. Nos sentamos a almorzar y me contó su historia de vida. Un duro relato que ha magnificado el movimiento de lideresas sociales del Caribe y que lo ha convertido en uno de los más fuertes del país en cuestiones de reconocimiento.
“Mi nombre son varios nombres. Mis abuelas se pelearon para que me pusieran sus nombres entonces me pusieron Filomena Petrona Josefa Morelo… Luego me registré diferente y me dejé solo el Josefa. Me llamo Josefa Morelo Díaz”, me contaba con gracia, mientras sus hijas y amigas me hacían señas para decirme que me iba a contar una historia de varias horas.
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Josefa tiene 68 años. Se ve mayor y es comprensible… ha vivido mucho. Llegó a Cartagena en 1957 tras el desplazamiento forzado por lo que ella llama una estampida campesina que la dejó sin mamá y sin papá.
“Eso pasó en San Onofre…Todo ocurrió porque la esposa de un primo de mi papá mató a los hijos y los campesinos nos bajaron de las comarcas al pueblo, en donde hubo una guerra entre liberales y conservadores que se mataban a tiros. Yo iba en un burro y me subí en una chiva. Me quedé dormida entre unos bultos de yuca y la chiva arrancó y me dejó en Cartagena”, señala Josefa, que llegó a la Heroica en situación de indigencia y fue adoptada.
El abuso sexual: “Si uno cría un pollíto, tiene derecho a chupar el huesito”
“Las mujeres no solo somos víctimas de la guerra porque nos matan o porque nos matan a los hijos. Somos víctimas de una sociedad machista y opresora y eso lo vine a descubrir a los 12 años de edad”, cuenta.
Tras ser adoptada por una vendedora de pescado del extinto barrio Chambacú, Josefa fue violada por su hermano por adopción. El adolescente abusó de ella luego de golpearla, pero la niña no fue consciente hasta que para unas fiestas fue vendida a un prostíbulo.
“Yo llegué ahí y me tocó prostituirme. Me vendieron en Sincelejo, pero luego terminé en la zona de tolerancia de Montería que se llama la ‘Zona Matancera’. La barriga me empezó a crecer y fue cuando se dieron cuenta de que estaba embarazada de mi hermano”, señala Josefa mientras come, con una tranquilidad en el relato que me estremece.
Rosiris, una de sus seis hijos camina por el restaurante y la mira picaronamente porque a Josefa le encanta hablar y contar su vida, así el que escuche se estremezca de dolor y tristeza.
“Mi primer hijo me lo cuidó una familia y hasta el día de hoy él me reconoce como una tía. Cuando nos vemos es una relación de tía y sobrino. Él no sabe nada”, afirma Josefa que se ríe con mi cara de sorpresa.
Su hijo mayor es fruto de una violación que su hermano por adopción le reconoció años después y que justificó con una frase que le ha quedado marcada para siempre: “Yo te cuidé como mi hermana… y si uno cría un pollito, tiene derecho a chuparle el huesito”.
La violencia contra la mujer: “¿Te quieres ir de la casa? Pues te mato, porque si no es conmigo, no es con nadie”
Josefa formó pareja con un militar. Dice que los primeros años fueron de ensueño, pero “como todo lo que nos toca a las mujeres, hubo traspiés, peleas y violencia. Con él tuve al resto de mis hijos y eso casi me cuesta la vida”, señala.
Se casó muy joven y el hombre del que se enamoró empezó a ser su verdugo. La golpeó, la violó e hizo de su cuerpo un territorio de guerra. “Él cambió cuando nos fuimos al barrio militar en Cartagena. Se volvió violento y yo me cansé cuando iba a tener a mi última hija. Le dije que la tenía y me iba”, recuerda.
En plena dieta de maternidad, su esposo, quien fuera su amor por años le disparó en cuatro ocasiones con su arma de dotación. La dejó en estado de coma por ocho meses y la mató por dentro.
“Cuando yo me desperté tenía mucha rabia interna. Me dolía el corazón y me fui a Venezuela sin mis hijos. Estuve tres años por fuera y volví, sabiendo que nadie más me iba a golpear en la vida. Nunca un hombre me iba a pegar. Nunca más me iban a decir: “¿Te quieres ir de la casa? Pues te mato, porque si no es conmigo, no es con nadie”, cuenta.
Empieza el liderazgo: “Mi rebeldía me volvió líder”
Josefa volvió a Cartagena por sus hijos, sin un lugar en donde vivir y encontrándose con una Cartagena violenta y sumida en la pobreza.
“Llegué y lo primero que vi fue a unas 40 mujeres con hijos que no tenían en dónde vivir. Nos tomamos unos predios de un cura y armamos el primer barrio de invasión de Cartagena. Eso me costó ir a la cárcel y que policías me violaran en una estación”, cuenta con respiración tranquila, como de quien intenta no acelerarse y llorar.
Salió de la cárcel y se sintió empoderada. Su idea era hacer las cosas bien y con mujeres y familias sumidas en la pobreza compraron unos lotes, tras mucho trabajo y fundaron el barrio Lemaitre, sector Paraíso II.
La violencia de los 90: “Los ‘paras’ me mataron por dentro”
Tras años de reconocimiento como mujer líder y creando consciencia entre las mujeres, llegó el movimiento paramilitar a Cartagena. “De repente llegó una gente rara en camionetas… Se la pasaban tomando en las tiendas y era gente rara. Con mi hijo mayor, Óscar Hurtado, empezamos a trabajar porque se estaban tomando los colegios con venta de droga”.
Las amenazas empezaron a llegar… Un bulto de tierra del cementerio, coronas fúnebres y panfletos llegaron a su casa y las ignoró. “Yo creía que era mi exesposo y no le puse cuidado, hasta que un día me mataron a mi hijo mayor. Fueron los paramilitares porque Óscar estaba trabajando para que sus amigos no se unieran al grupo armado. Ahí, los ‘paras’ me mataron por dentro”.
La labor social se acabó y Josefa abandonó su vida como líder. “Yo me dediqué a tomar, lloraba mucho, hasta que mi socio apareció y mi vida se volvió a enrutar”, cuenta sobre el vecino que quería matar a los que también le arrebataron a su hijo en los 90 en donde los jóvenes o se unían a las AUC o morían acribillados en las calles polvorientas.
Nace la resiliencia, nace la ‘Mama Grande’
“Cuando me di cuenta de que estaban matando a los muchachos, como al mío y que las familias estaban buscando venganza, dije que eso solo podía traer más violencia y se convierte en un ciclo de nunca acabar”, recuerda Josefa, que fundó la Casa Taller Óscar Hurtado en honor a la memoria de su hijo asesinado y empezó un proceso de reconocimiento del dolor por medio del arte para perdonar y sanar.
“La Casa Taller es mi vida. Aprendí a apropiarme de la cultura, de nuestros símbolos. Hacemos talleres de tambores, talleres de turbantes… Todo lo que se pueda para que las mujeres y hombres dejen el dolor y el rencor y lo transformen en arte”, cuenta una de las mujeres invitadas a La Habana, Cuba, para hablar de la agenda de mujer en los diálogos de paz con la exguerrilla de las Farc.
“Hay que buscar un cambio. La guerra es solo el pretexto para más guerra. Las mujeres tenemos que apropiarnos de nuestras luchas, de nuestros cuerpos y luchar por nuestros derechos. La paz, la reconciliación y el arte es vida… eso es amor”, señala.
Su apoyo a las comunidades de mujeres y su discurso feminista, diferente al de académicas de ciudad, la convirtieron en la mamá de muchas mujeres que la buscan para empezar movimientos sociales que la apodaron la ‘Mama Grande’, la líder a la que no mató la guerra, la hizo más fuerte.