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Esta es una invitación que nace desde lo simple. Y no sobra recordar que muchas veces lo simple, por simpleza misma, es difícil de alcanzar. En el marco de la cotidianidad de nuestras ciudades, del día a día que nos consume y nos adoctrina en el borreguismo de la monotonía, nos quedamos en los mismos planes, con los mismos sujetos, bajo los mismos parámetros. Y es así como el paisaje se nos vuelve el mismo, todo se tiñe de grises y la franja de la alegría se ve reducida a un mínimo. Esta semana me pasó algo que amerita ser contado.
Vivo en Medellín y por pura casualidad me encontré con una amiga de la universidad que no veía desde hace más de una década. Estaba con su madre y con su tía, dos señoras ya en sus buenos años, pero con un encanto fabuloso, mucha ternura y una decencia y cultura que les brota por los poros. Las tres son más vallecaucanas que un pandebono y más caleñas que el Pascual Guerrero. Vinieron a Medellín en plan de turistas. Me pidieron asesoría para muchos planes y descubrí que, por lo regular, uno siempre recomienda lo mismo. Y eso no es porque la ciudad no tenga más, no, es porque uno no ha querido ver y encontrar más.
Me pidieron que las acompañara a una de sus jornadas y muté a la fase de “guía turístico”. Es obvio que al jugar de local se puede pontificar de muchas cosas, pero no, el cuento es que muchas veces termina uno siendo el más sorprendido con lo que ofrece la ciudad.
Nos encontramos en la estación del metro de Industriales. El primer lugar a visitar sería el Museo de Antioquia y la Plaza Botero. De entrada, ellas ya venían impresionadas con el orden del metro, la cultura de la gente y la limpieza. Me preguntaron por las fallas que el sistema ha presentado, traté de dar alguna razón y fue muy agradable ver cómo ese tema se desvaneció cuando un joven le cedió el puesto de manera amable a una de las señoras. Lo bueno ganándole a lo malo.
El torbellino de todo centro de una ciudad tiene su magia. Pero ver la Plaza Botero es impactante. Ya la conocía, pero no con esos ojos de la pausa y el detalle. Luego entramos al Museo de Antioquia y todo se resume en una palabra: impecable. La mayoría de visitantes eran extranjeros y uno de los guías, un hombre de cualquier barrio de Envigado, lleno de humildad y autenticidad, comentó que lo que menos ve en el museo es gente de Medellín, locales.
De nuevo tomamos el metro hasta el municipio de Sabaneta. Es muy agradable ver cómo otros ven con diferentes ojos lo que nosotros vemos dentro de la normalidad. Allá almorzamos donde El Viejo Jhon, fonda tradicional con comida no menos tradicional. Sabaneta conserva en su parque las bases de un pueblito clásico paisa y, a su alrededor, el peso de la modernidad con torres y urbanizaciones residenciales.
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Una de las señoras, la mamá, quería conocer Otraparte. Sí, la casa del maestrazo escritor, filósofo, pensador irreverente y genio Fernando González. Un plan que jamás había hecho. Pasé caminando por ahí y siempre lo pensé, jamás lo concreté.
La casa es ya un museo y en la parte de atrás funciona un café. La Corporación Otraparte es la encargada de la preservación de la obra y memoria del filósofo. El lugar seduce de cabo a rabo, los jardines, las fuentes, el mobiliario, los audiolibros, un teléfono antiguo que, al sonar, uno lo descuelga y escucha la voz del maestro, además de las explicaciones de personas como Lucía, que con su pasión por quien fue Fernando González lo deja a uno lleno de ansia por saber más. Y luego remata uno en el café que, lo digo, es maravilloso.
Tres planes distintos en esta Medellín para disfrutar y vivir cosas fuera de lo común. La invitación es clara: vivimos en nuestras ciudades y no las conocemos. Hay que hacerlo, hay que animarse a ir a otra parte.